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Protestante Digital

 
El poder transformador de la palabra LXXX
 

Secreto profesional, secreto confesional

Nunca resultó fácil para nadie acudir a contar los propios problemas a un extraño.

MUY PERSONAL AUTOR Jacqueline Alencar 10 DE JUNIO DE 2017 20:00 h

Hoy quiero publicar un artículo de Lidia Martín acerca de la confidencialidad, en este caso, dentro de las iglesias. Aunque yo extrapolo sus apreciaciones a distintos ámbitos, pues la escasez de discreción en todos ellos constituye una bomba de relojería. La murmuración, el cotilleo o chisme, son una de las peores lacras de todos los tiempos. Algo que parece tan sin importancia puede tener un alto poder de destrucción. 



La verdad es que este tema a mí me rondaba desde hace algún tiempo atrás, pero llegué a pensar que era fruto de mi imaginación desbordante, ¿cómo podría llegar a pensar que entre amigos o familiares, compañeros de trabajo... no pueda existir la confidencialidad? ¿Quién sería tan ruin de ir y venir con comentarios que pueden destruir amistades tan valiosas? ¿O pasar información en detrimento de los proyectos de otro? ¿Solo por deporte...?



Pero la falta de discreción es un mal de todos los tiempos. Y lo dice Proverbios: "El hombre perverso promueve contienda, y el chismoso separa a los mejores amigos".



El citado artículo fue publicado en el séptimo número de la revista SEMBRADORAS, dedicado a la Pastoral Cristiana. Para mí ha sido muy clarificador, y a tener en cuenta en el día a día de mis relaciones con mi prójimo. Nadie crea estar firme, o que lo haya conseguido ya. 



 



Secreto profesional, secreto confesional*



Nunca resultó fácil para nadie acudir a contar los propios problemas a un extraño. Es, incluso, ante gente conocida y también resulta complejo. Por ello, ¡cuánto más cuando la persona depositaria de nuestra confianza es, además, ajena al círculo de confianza en que cada cual nos movemos!



Esto nada tiene de extraño. Más bien al contrario, todos entendemos, porque así lo vivimos en uno u otro momento de nuestra vida, que lo más preciado que se tiene es, de alguna forma, la intimidad. Esta supone tener uso y acceso legítimo a información que, para los demás, es absolutamente restringida. Sólo unos pocos acceden a la zona privada de la vida particular de cada individuo. Y estas personas son aquellas sobre las que tal individuo deja recaer un alto nivel de confianza, entendiendo que no sé hará mal uso de la información que esa parcela de intimidad contiene.



Cuando los límites de esa área personal se traspasan o vulneran, es decir, cuando la persona se sabe invadida en la zona que se reserva para sí misma y unos pocos de su confianza en lo que a conocimiento sobre ella se refiere, el nivel de violencia percibido puede ser altísimo. Tanto es así que la intimidad y el derecho que la defiende son de primer orden y vulnerarlos tiene implicaciones, no sólo personales y emocionales, sino también legales. Pero hoy no nos detendremos en esos casos en que se produce un asalto consciente, como a veces puede ocurrir con los hackers, los periodistas, o con los espionajes industriales e, incluso, políticos, de los que ya últimamente casi nos estamos acostumbrando a escuchar.



El tema es más bien el siguiente: ¿Qué sucede cuando la vulneración de la confianza se produce por parte de alguien a quien se le dio voluntariamente acceso a tal información? Dicho de otra forma… ¿qué pasa cuando, quien nos falla, es alguien a quien nosotros mismos dimos ciertos datos porque entendimos que podía hacer buen uso de ellos? Si la relación entre esas dos personas no está regulada, por ejemplo, si es simplemente una relación de amistad en la que se  comete alguna “torpeza” o “despiste” en ese sentido, poco hay que se pueda hacer, aparte de enfadarse, recriminárselo a la persona en cuestión y ser más precavidos la próxima vez. En algunos casos, como mucho, conseguiremos una disculpa, una excusa o un “No sabía que no podía decirlo”. En casos más graves, se puede llegar incluso a la denuncia, pero no suele ser el caso cuando esto ocurre a niveles de “a pie”.



 





Ahora… ¿y si ese atentado a la confianza se produce en la relación de ayuda, por parte de aquel a quien se pidió consejo? Algunas profesiones se mueven permanentemente en ese nivel: médicos, psicólogos y psiquiatras, abogados… y dentro de nuestras iglesias, aquellos que se dedican a labores pastorales y de consejería. En lo referente a las profesiones liberales, este tipo de asunto está absolutamente “atado” por parte de los correspondientes colegios profesionales y sus correspondientes códigos deontológicos, que marcan la ética que ha de regir el ejercicio profesional en cada ámbito. Sin embargo, este no es el caso en lo referente al entorno eclesial, y en no pocas ocasiones, esto da lugar a muchos problemas que podrían haberse evitado de tener el cuidado y las precauciones suficientes.



Las implicaciones que puede tener para un profesional reglado y oficialmente colegiado saltarse el secreto profesional, que es casi como la “joya de la corona” del código ético (es el más ampliamente conocido por parte de la población general, de hecho), son muy graves. En tales casos, no sólo la denuncia puede estar prácticamente asegurada, sino incluso el riesgo de cárcel, multa económica e inhabilitación temporal para la profesión.



El profesional o el asistente en cuestión es lo que se llama un “confidente necesario”, es decir, alguien a quien se le comparten aspectos de la propia intimidad para que, a través de ello, pueda realizar convenientemente su trabajo. Lo único que permite que haya una relación de confianza entre la persona y ese desconocido que ejerce su profesión es el secreto profesional. Si no fuera por este último, el individuo no pensaría en él para contarle su vida; esto es un hecho. De ahí que haya de entenderse el secreto profesional como la piedra angular para el edificio que compone la relación de confianza entre el profesional y el cliente, paciente o sufriente.



El gran problema, como ya se planteó, tiene que ver con el hecho de que, evidentemente, no hay un colegio o entidad reguladora tras el ejercicio pastoral y de consejería que ordene y haga valer estas cosas. Nuestro código ético como cristianos debería ser suficiente y nuestro mayor regulador el Señor mismo, pero a la luz de las cosas que pasan en este sentido, parece no ser suficiente. ¡Cuántas veces las iglesias al completo están al corriente de la vida y milagros de cada cual, sólo por el hecho de que aquel en quien se confió no supo guardar el secreto! Es cierto que esto no se hace de manera flagrante mandando una circular informativa a los miembros de la iglesia (¡nada más faltaba!). Pero sí empieza en petit comité en el hogar, contándolo, por ejemplo, a la esposa, o a un amigo, o a otro hermano (eso sí, “en confianza”) y así sucesivamente. Pues perdónenme, pero todo aquello que se cuenta “en confianza”, tiene pinta de no tener que contarse.



Parece que vuelve a ponerse de manifiesto que las personas, para hacer el bien, hemos de tener mecanismos reguladores, controladores e, incluso, sancionadores. Lo que nos mueve a hacer el bien, por desgracia, no es siempre el sentido altruista y el amor al prójimo. Es el miedo a ser descubiertos y a ser castigados, es decir, no las consecuencias que nuestros actos tienen para otros, sino las que tienen para nosotros mismos. Es cierto que, en otros casos, este tipo de faltas consistentes en hablar más de lo debido tienen que ver con la ingenuidad, la ignorancia o con pensar que, “al ser todos familia, lo que es de uno es de todos” y que, por tanto, “entre nosotros no hay secretos”. Esto, sin embargo, no es el planteamiento bíblico, que siempre se ha mostrado sensible a la intimidad del corazón y de la propia habitación de cada cual. Por no hablar de que, quien cree que los demás no deben tener secretos con él, suele ser bastante más reticente con comentar los suyos propios con el resto. Curioso, en cualquier caso, cómo se sigue funcionando en este sentido, no según la ley de amar al otro como a uno mismo, sino mediante la ley del embudo (o, lo que es lo mismo, “la parte ancha para mí, la estrecha para los demás”).



Por tanto, dicho esto, surge con fuerza el principal elemento por el que ha de sustentarse el secreto profesional y de confesión: hay un compromiso moral con la persona que comparte de su intimidad, ya sea en una relación profesional o en una de ayuda con el equipo pastoral de la iglesia y los relacionados con consejería.



Que la persona abra las puertas de su intimidad a otro tiene un altísimo valor que no terminamos de comprender hasta que alguien vulnera nuestro espacio, desgraciadamente. Cuando alguien llega a nosotros en esta situación y necesidad, lo hace probablemente en el peor momento de su vida y la gravedad de los elementos que componen la información suele ser mucha. No se cuentan cuestiones menores, sino todo lo contrario. Se hace necesario, en estos casos, un ejercicio extra de empatía, saber hacer y saber callar, principalmente. De no poder hacerse, probablemente la persona que está ofreciendo este tipo de ayuda no sea la más idónea. No puede establecerse una relación de ayuda sobre el chisme, la mentira, o la ocultación. Tampoco sobre el miedo a que el otro cuente o a que se pueda descubrir una falta de discreción intencionada o no.



El secreto de confesión (que sería el equivalente, probablemente, al secreto profesional en el ámbito religioso) es el que dota de transparencia y confianza a la relación entre esas dos personas en ausencia de una relación de confianza que se haya ido forjando en el contacto y la demostración constante de lealtad entre ambos. Si desaparece el secreto, simplemente, no queda nada. Es cierto que están nuestros vínculos cristianos, claro. Pero precisamente las heridas que esto produce entre creyentes tienen un “calado” aún mayor. De nadie nos duelen tanto las ofensas y los desplantes, las decepciones y los abusos como de los que son de la familia de la fe.



Por ello, se hace más que necesaria una revisión de las implicaciones que tiene para el otro y también para uno mismo el “saltarse” estas  cosas por una falta de autocontrol y dominio sobre la propia lengua, de la que tanto avisa el texto sagrado. El daño que se hace a uno de los miembros se hace al propio cuerpo. No puede uno dolerse sin que se duelan también los demás. Los que nos lideran tienen una doble y triple responsabilidad, también por el tipo de información que manejan. Y es imposible literalmente poder ayudar convenientemente a quien solicita de nuestra intervención cuando las cosas, en lo poco, tampoco se hacen bien.



La reflexión es bien básica y habrá de hacerse en la intimidad del corazón: ¿Cómo ser fiel en lo mucho, en tanto como una persona pone en nuestras manos (su propia vida, en buena medida), cuando en lo poco, que es preservar esa información, no somos suficientemente fieles?



 



* Lidia Martín Torralba, licenciada en Psicología y Máster en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Desarrolla su profesión en la atención psicológica desde la clínica privada. Además de dedicarse a la docencia, es columnista de Protestante Digital, escritora y dirige la asociación PREVVIA, dedicada a la prevención y formación en torno a las distintas problemáticas conductuales que atañen al ser humano en comunidad.



 


 

 


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