El 3 de junio se cumplió otro aniversario de la partida de este mundo de Olga González de Martínez, mi querida esposa de más de 33 años.
El 3 de junio se cumplió otro aniversario de la partida de este mundo de Olga González de Martínez, mi querida esposa de más de 33 años. El cáncer de ovario cortó su vida terrenal en la flor de su vida y ministerio.
La recuerdo, de nuevo, en este aniversario, porque fue una mujer que supo vivir para gloria de Dios y morir en la plena esperanza de la resurrección y del encuentro con nuestro Señor. Desde el día que la conocí me di cuenta que era una mujer que confiaba plenamente en el Señor y que vivía su vida con el compromiso de servir al Señor y servir a otros en nombre del Señor.
A través de los años que caminamos juntos descubrí que Olga tenía una fuerte sensibilidad espiritual. Dios le dio un don de discernimiento que fue mucha ayuda al acompañar a personas que estaban pasando situaciones difíciles. Ella se daba cuenta cuando gente estaba en dolor interno y sabía decir o hacer aquello que fuera de ayuda. Fueron muchos los que dieron testimonio de las maneras en que ella estuvo allí en el momento correcto con la palabra o acción que Dios usaba para responder a su necesidad.
Desde el momento que le informaron que tenía cáncer Olga se puso en manos del Señor. Ella aplicó lo que había hecho a favor de otros a su propia vida. Entró al quirófano en confianza de que Señor iba estar con ella. Cuando salió le informaron que tenía cáncer y que tendría necesidad de quimioterapia. Durante el tiempo de su tratamiento resaltaron dos cosas para mí. En primer lugar, me impactó la manera que ella ministró a otros que también estaban recibiendo tratamiento. A pesar de sentirse mal ella respondía a la situación que estaban pasando otros. Pero, en segundo lugar, también nos dio testimonio de que el cáncer no definiría su vida. En vez de esperar que el tratamiento le hiciera caer el cabello ella invitó a sus hermanas y a sus amigos más cercanos a que le cortaran el cabello. Sabía que no podía controlar el cáncer, pero sí podía controlar su actitud y someterse a la voluntad del Señor. Oramos con ella y entre lágrimas le cortamos el cabello.
Durante los meses de su tiempo de tratamiento ella siguió tomando un curso de dirección espiritual. Aunque estaba en dolor ella dirigió a un grupo de mujeres de la iglesia en el proceso de aprender a estar más atentos a la presencia del Señor en sus vidas. Fue un tiempo transformador para esas hermanas, como también para mí.
Cuando le informaron que el cáncer se había extendido a todo su cuerpo ella recibió la palabra y se preparó para despedirse de este mundo. Decidió morir en casa y juntó a su alrededor a su familia, a sus hijos, a sus amigas cercanas y a los líderes de nuestra iglesia. Se despidió de todos y nos alentó a seguir adelante. Nos contó de su esperanza y fe y de su deseo de que nosotros siguiéramos adelante. Nos bendijo a todos, organizó detalles de su servicio memorial y se preparó para su fin terrenal.
Sus últimos días los vivió en paz, escuchando himnos y porciones bíblicas. Se mantuvo en conversación conmigo y sus hijos hasta que ya no pudo hablar. Y luego el fin.
Su muerte fue testimonio de su vida. Vivió en la esperanza de la resurrección y así murió. Como reza la canción de Alberto Cortez, “sólo áquel que ha vivido tiene derecho a morir”. Olga vivió lo que confesó y murió en plena seguridad de su fe. Al recordarla en este aniversario de su partida quiero vivir de la misma manera y también morir con la misma confianza. “Por eso espero que cuando me llegue el momento de la muerte, me agarre totalmente vivo.”
Gracias, Olga, por tu vida, por tu muerte y por tu esperanza. Nos vemos en la presencia del Señor.
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