Mi admiración por la mujer es motivo de gratitud a Dios.
De los muchos recuerdos que me traje –hace ya muchos años de los varios viajes a África, hay tres que no se me han borrado, y por el contrario, me han hecho valorar el ministerio de las Misiones: uno me entristeció, otro me estimuló y me ha hecho crecer y el tercero, me avergonzó.
Lo que me entristeció fue la pobreza y en algunos pueblos el hambre de muchas gentes y las elementales carencias de tantos niños; son cosas que no se olvidan fácilmente.
Lo que me estimuló fue la bondad de la gente, la disposición a ofrecerte de lo que tenían, sus deseos de aprender y las sorpresas que me daban las mujeres, al acudir a la Iglesia los Domingos con sus mejores galas, colores, limpieza en sus vestidos, no sabiendo yo muy bien cómo podían guardarlos tan bellamente en sus chozas tan oscuras y tan desprovistas –a mi manera de ver de armarios que los guardaran. Y me impactaban sus testimonios, “para ir a la “Casa de Oración” llevamos nuestros mejores ropajes”. ¡No tenían ni tienen tejanos deshilachados!
Y lo tercero que “Desde el Corazón” me avergonzó fue la repulsiva discriminación de la mujer que llena la vida cotidiana; buena para trabajar a todas horas, buena para tener todos los hijos que vengan, buena para estar callada y sumisa absolutamente al dominio del varón. Bien que dentro de esta triste realidad, nuestros misioneros, con tacto, paciencia y perseverancia, trabajan y enseñan para que estas vergüenzas se cambien.
A mí, como cristiano, siempre me ha dolido reconocer que por la ignorancia del Evangelio –deformándolo, claro hayan podido nacer ideas tan desacertadas como la subordinación de la mujer al varón, status que incluso se consideraba como bíblico, confundiendo que el orden de la creación, implicaba una priorización del varón sobre la varona, cuando las Escrituras enseñan igualdad y sumisión mutua en vez de jerarquía entre los sexos. Un estudio cuidadoso del Libro de los libros desde Génesis y a lo largo de toda la Revelación, demuestra que la igualdad del hombre y mujer es absolutamente esencial y que su diferencia es simplemente funcional. Los ministerios y las posiciones de liderazgo eran ejercidos en función de los dones recibidos y no en función del sexo. Los testimonios y vidas acerca de Junia, Priscila, Febe, Evodia, Síntique, Trifena, Trifosa, Pérsida; por citar unas mujeres, demuestran que, en el Cristianismo primitivo, las mujeres tenían acceso a los mismos ministerios que los hombres; pues esencialmente ambos fueron creados a la imagen del Creador.
No obstante, puedo decir, y digo, que generalmente no he tratado de igual a igual a una mujer. Suelo hacerlo la mayoría de las ocasiones como de individuo inferior a un ser superior, como un “aprendiz de escribidor” a un León TOLSTOI. Creo que nunca he maltratado de palabra u obra a una mujer. La cortesía no es machismo. De mi padre, decía mi madre que le gustaba llevar sombrero con el claro propósito de descubrirse para saludar a una mujer. Sigo ofreciendo a las mujeres prioridad de paso, y me cuesta aún a mis 72 años permanecer sentado en el transporte público mientras haya señoras de pie. Considero que el hombre que maltrata a una mujer es un gallina, un cobarde y un desalmado. Y si no lo hace, pero lo piensa, o sueña, es más gallina, más cobarde y más desalmado. “Desde el Corazón” mi admiración por la mujer es motivo de gratitud a Dios. Es la que nos regala la vida desde el dolor y la incomodidad ¡oh, la maternidad! esa colaboración con Dios para concebir un ser hecho a la imagen Dios. Una bendita función equivalente a una asociación con el plan divino. La que siempre está con los suyos, las manos que ayudan y el abrazo que cobija.
Estoy tratando de evitar la cursilería, ahora políticamente correcta, de la actual semántica retroprogre, de dirigirme a “hermanos y hermanas, compañeros y compañeras, valencianos y valencianas, cántabros y cántabras”. Si lo hiciera lo haría al revés: “hermanas y hermanos, compañeras y compañeros”; ellas siempre en primer lugar. Casi todas. Pues vengo observando en el asombro más absoluto cómo una de las más grandes metas del feminismo internacional es avanzar en la legalización del aborto en todas partes. Nunca lo he entendido. ¿Es que no hay multitud de campos en los que conquistar la plenitud de derechos de la mujer, que acudir a una supuesta propiedad de su cuerpo que serviría para legalizar una muerte?; unir feminismo y aborto me sigue pareciendo uno de los disparates más altos de la historia del mundo. Y he ahí que ese posicionamiento se vuelve feroz y provoca, además de ir contra la dignidad de la mujer, la más grave discriminación hacia ella misma, en esa licitud del aborto.
La dignidad de la mujer, ya sólo por el hecho de ser mujer se ve revalorizada con la noble esencia de ser madre, en donde se conjugan, en una sola, dos de las más grandes leyes espirituales: el amor al prójimo y la cooperación con la gracia de Dios engendrando hijos. Crear un niño en cooperación con su esposo, y con Dios como padre de un alma eterna, indestructible y diferente a cualquier otra que se haya formado a través de la historia, nos hace exclamar: ¡qué dignidad tan sublime la de ser mujer!
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