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La vida que Él inauguró

Nada necesita tanto nuestro mundo de hoy como hacer vida propia la resurrección.

DESDE EL CORAZóN AUTOR Roberto Velert 22 DE ABRIL DE 2017 17:00 h

Cada vez que este “aprendiz de escribidor” ha tratado de describir retazos de la vida de Jesús, al abordar un capítulo he sentido que ése me era el más difícil pero, una vez realizado, otros vendrían con más facilidad. Pero, cuando “Desde el Corazón” me proponía empezar con otro nuevo, el siguiente se me presentaba igualmente difícil y hoy, por tratarse del Domingo de Resurrección y escribir sobre esto, la complicación se me multiplica por cien. Ante esto, y siendo “un aprendiz” no me queda otra salida que superar mis miedos, y lanzarme al mar y nadar o ahogarme. 



Es muy arriesgado escribir sobre este tema. Aún un aprendiz sabe que toda la vida de Cristo se juega en este capítulo de la resurrección. Con ella todo toma sentido. Sí, ella se reduce a una muy buena historia de un Hombre Único. Ni la encarnación sería del Hijo de Dios, ni su muerte sería una redención, ni sus milagros serían milagros, ni su misterio existiría verdaderamente, si Jesús no hubiera resucitado. Sin este triunfo final, Jesús quedaría reducido a un genio del espíritu, a un Maestro sin parangón, a un genial aventurero, por no decir a un loco iluminado.



¿Y nosotros?, ¿qué sería de nosotros, creyentes convencidos por las extraordinarias evidencias racionales, documentales y circunstanciales, sin esa resurrección?; ¿qué sentido tendría nuestra fe, para qué serviría nuestra Iglesia, en qué océano se perderían nuestras oraciones, si Jesús hubiera sido devorado por la muerte?; los más pobres de todos los hombres. Creeríamos en vano. En vano esperaríamos. Nos alimentaríamos de nuestros sueños. Dedicaríamos nuestras vidas a dar culto al vacío. Perderíamos todo aquello que hemos sacrificado. Nuestra alegría se convertiría en grotesca. Nuestra esperanza sería la más amarga estafa cometida jamás. 



No cabe duda que, de todos los problemas con que el hombre se enfrenta, la muerte es el más grave de todos. Horrible es la injusticia, espantoso el dolor, amargo el amor que no llega a su meta o que es traicionado. Pero es el horizonte de la muerte lo que entenebrece todo lo demás. Si ella fuese abolida, y no nos sorprenden los esfuerzos científicos por anularla, todo giraría en la vida de otro modo. 



El hombre no quiere ver la muerte. Los modernos tratan –tratamos‑  de camuflarla, adornarla. Luchamos, luchamos, pero ella está ahí. Nunca la muerte estuvo más clavada en las entrañas de una civilización como la nuestra. Abrimos los periódicos, escuchamos la radio, encendemos las pantallas de la televisión, salimos al tráfico de nuestras calles, a las carreteras de nuestros viajes, y casi podemos oler la muerte. 



El hombre se muere. La frágil flor que el hombre es –aunque sea una bellísima flor pensante‑  está expuesta a marchitarse a todos los vientos y quebrarse en la primera tormenta. Y, porque la muerte es triste, lo son también sus avenidas: el dolor lacerante de las enfermedades o la ruina imparable del envejecimiento. Y poco valen contra éstas las diversas formas de anestesia que la humanidad inventa; de nada sirve el dinero ni el progreso. El hombre, con todo su poder y su orgullo, termina agachándose para entrar en la enfermedad o la vejez y encogiéndose aún más para entrar en el ataúd.



Y, “Desde el Corazón”, veo que la muerte es aún más dolorosa por lo que interrumpe que por lo que es. ¿De qué sirve un gran amor que sólo ha de durar unos años?; ¿para qué luchar, si toda la lucha ha de terminar a plazo fijo y buena parte de sus frutos no los ha de disfrutar el luchador? y así, la muerte no es sólo dramática por lo que es, sino porque además envenena la vida. Ante su espectro casi todo se hace relativo para el hombre, y empieza a pensar si vale la pena sufrir, llorar, comportarse, sangrar, gastarse por bienes tan absolutamente pasajeros.



Pero todo cambiaría si el hombre tuviera la certeza de que la vida continua de mejor modo “al otro lado” ¿qué hay tras la puerta que llamamos muerte?; ¿hay verdaderamente algo? y el problema se hace más grave a nivel personal. Cuando yo haya muerto ¿todo se habrá acabado para mí?, ¿seguiré existiendo de algún modo, en algún sitio?, ¿continuaré siendo el ser que soy; tendré memoria; mantendré de algún modo mis nobles ilusiones de hoy; prolongaré de alguna manera mi obra, mis amores?.



Y a todas estas vivencias y preguntas, la respuesta está en la Admirable Resurrección. La que nos contaron sus testigos directos, los que la vieron y palparon, quienes nos relataron los encuentros de Jesús vivo con los suyos.



Podemos acercarnos racionalmente a la resurrección (léase mi bosquejo del mensaje: “Demostraciones de la Resurrección de Jesús más allá de los límites de la duda”) a través de múltiples testimonios comprobables históricamente, pero la última y profunda realidad del acontecimiento sólo puede aceptarse por la fe y rechazarse por la incredulidad.



La Resurrección de Jesús no termina en él, ella además de lo que tiene de salvación para la humanidad, es como la primicia de todos aquellos que creemos en Cristo, por él seremos llevados a esa Vida con mayúscula que Él inauguró. Y nada necesita tanto nuestro mundo de hoy como hacer vida propia la resurrección. Nada iluminará tanto nuestras pobres vidas como este fundamento de fe. Hablar del triunfo de Jesús sobre la muerte es hablar de “nuestra resurrección”. Es dar la única respuesta al problema de la vida y de la muerte de los hombres.


 

 


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