Muchos predicadores hoy están más atentos a los efectos que pueda generar su participación, que a la Biblia que es la fuente primaria que debe nutrir el púlpito.
Mucha de la predicación de nuestras iglesias se ha tornado extrema y sensacionalista. Es espectáculo puro y simple. Por eso el púlpito de este tiempo es escenario de muecas rabiosas, de gestos furibundos y violentos, de ademanes y movimientos de trazos grotescos y sugerentes que, más que expresar un contenido bíblico, penetrante y transformador, buscan ocultar o disimular el desconocimiento y la ausencia de lo que el Señor ha revelado en su Palabra.
En este afán de provocar efectos emocionales extremos, se han abandonado las poses piadosas y, en la rudimentaria mecánica del contagio por repetición, se ha extraviado en el mismo púlpito el conocimiento edificante de la Palabra de Dios, única fuerza capaz de promover los verdaderos cambios que deben producirse en nuestras vidas.
En los preámbulos de la lucha libre los modales suaves y elegantes no tienen lugar, no hay protocolo, todo queda reducido a un enfrentamiento psicológico pulsado por una fuerza verbal, tosca, hiriente, desenfadada y ofensiva entre contrincantes intencionalmente marcados por una bondad justiciera y noble contra una maldad despiadada y cruel. Todo hinchado por un delirio sensacional y reforzado con incisiva teatralidad y dramatismo.
Como en los preámbulos de los combates de la lucha libre, la predicación extrema y sensacionalista está saturada de anuncios y expectativas que envuelven la estima y hasta la historia de vida de los presentes. Hay pronunciamientos grandilocuentes que anticipan un resultado rotundo y definitivo. “Todo acabará esta noche: El sufrimiento, el dolor, el hostigamiento de cuantos te insultan y humillan”. Con esta retórica arrebatadora y totalizante, los nuevos predicadores proclaman finales cataclismáticos para nuestros adversarios.
Sin querer pecar de irreverente, esta similitud poco feliz, entre el púlpito y ring, la ha facilitado la afrentosa realidad que se vive en muchas de nuestras congregaciones, donde la parafernalia y lo grotesco, común en la lucha libre, permiten resaltar con vivo contraste las extravagancias y el sensacionalismo de un estilo de predicación que enfatiza más los movimientos y los gestos que su contenido bíblico, aspecto fundamental y céntrico de todo sermón cristiano.
Ya sea en los contornos de un ring o en los asientos de una iglesia, se crean intencionalmente las condiciones psíquico-emocionales para soltar con locura y pasión todas las iras y frustraciones que se acumulan en la vida cotidiana, sin mayor compensación que la euforia y la sensación de bienestar del momento. A estos escenarios, previamente preparados en sus formas y en sus contenidos, son convocadas las masas incautas para exponer en su máxima intensidad los sentimientos más arrebatadores e impetuosos que se han acotejado en el interior de su ser para explotarlos a través de un espectáculo.
En la lucha libre todas las voluntades al unísono se enardecen contra la figuración de un malvado que vocifera y agrede; en la iglesia todos prorrumpen en alborozado triunfalismo contra las trazas simbólicas de la maldad que un predicador ha pintado ante nosotros, para que procedamos a personificarlas poniéndole carne y hueso en ese alguien que nos causa dolor y sufrimiento.
El predicador, como en la lucha libre, emplea el sufrimiento como un recurso que parcializa a su auditorio contra quienes se supone directamente generan este sufrimiento: algún familiar, el esposo, el vecino, el compañero de trabajo, una determinada situación. “Pero tú has venido a este lugar para terminar con este estado de sufrimiento. Hoy se acabaron tus pesares, hoy terminan tus calamidades”. Son frases comunes que escuchamos en este tipo de predica que tanto adeptos ha ganado y que tan propagada se encuentra en muchas de nuestras iglesias.
Las emociones, en manifiesto ambiente de algarabía y estruendo, son manejadas con técnicas conmovedoras y sensibleras que se apoderan de un auditorio dominado por su propio frenesí y entregado a recibir complaciente y eufórico todo lo que se le sirve desde la plataforma. Somos así piezas móviles de un mundo dramático, repetitivo y sin variedad significativa.
Como en la lucha libre, se conoce de antemano el desenlace, pero la emoción y el furor provocado son más importante que el resultado final, siempre asegurado por la lógica de un discurso previamente arreglado. Los valores se desdibujan y a la vez se polarizan en medio de la trama. Estamos, en el público, del lado del bueno con una participación activa y vibrante. A partir de aquí, entonces, todas nuestras reacciones “quedan justificadas”.
El luchador (el bueno) representa ese héroe desenfadado y sin límites que todos, en algún momento, hemos imaginado ser, el campeón imbatible que todos llevamos dentro. La trama del espectáculo de la lucha libre nos coloca en ese plano simbólico y dramático donde el bien, con un impulso justiciero e implacable, aparece enfrentado contra el mal.
En la lucha libre al público no le importa para nada saber si el combate es falseado o no. Lo que importa no es lo que cree, sino lo que ve y lo que siente, asi lo entiende Roland Barthes, en un penetrante análisis de la significación simbólica de la lucha libre. Pienso que esto tiene mucho parecido con el énfasis que se hace hoy en la forma de predicar en muchas de nuestras iglesias evangélicas.
Todo queda trazado en los puntos extremos de una moral maniquea que plantea la lucha del bien contra el mal y que queda personificada en los luchadores que van a combatir. Esto ha pasado a convertirse en técnica de mercado para explotar los sentimientos y convertirlos en un producto para el beneficio particular de los más listos. Algunos predicadores han desarrollado estas técnicas con tanta eficacia que pueden predisponer al público que lo ovaciona, con una precisión tal, que ya de antemano son capaces de anticipar el resultado de su presencia en el púlpito.
El arreglo del escenario junto a los participantes viene dado con sus detalles. Se busca el contraste y la polarización. En la técnica de lucha libre, “el bueno” tiene un aspecto más atractivo y noble; “el malo”, es el canalla desgarbado, tintado con apariencia vil y desagradable. Es todo un contraste simbólico en el que todas las apuestas, aplausos y simpatías están de un solo lado.
En estos espectáculos hay un dramatismo explícito que genera un juego de emociones y sentimientos, que trabaja aspectos psicológicos del público previamente concebidos, y que son los que aseguran el éxito del espectáculo. Se trata de un recurso clásico empleado en grandiosas y bien recordadas comedias del teatro y la literatura, y también empleado en el cine y otros géneros. Hoy, en una versión maniquea, tosca y poco estética, este juego banal, lamentablemente, ha encontrado espacio en el púlpito de muchas de nuestras iglesias.
Como en el marketing moderno, muchos predicadores estudian más las tendencias y preferencias de su público que el contenido que se proponen entregar. En otras palabras, muchos predicadores hoy están más atentos a los efectos que pueda generar su participación, que a la Biblia que es la fuente primaria que debe nutrir el púlpito. La imagen sustituye la palabra y el movimiento rápido y enérgico sustituye el discurso. El objetivo del predicador es agitar su público hasta el paroxismo, sacarlo de toda posibilidad de razonamiento. Su trabajo no es edificarlo, sino entretenerlo.
No es posible negar que existe un estilo de predicación fogoso, en el que palabra y movimiento se combinan conservando un contenido bíblico, en un arrebato de santa espiritualidad. Es una predicación que se conforma con las Escrituras, no es a esta predicación a la que me refiero.
Existe una predicación ardiente, dramática y expresada con gestos vehementes y apreciable despliegue de acción, pero es una predicación donde todo lo gesticular, toda la proyección espectacular está, en santa unción del Espíritu Santo, subordinada a la Palabra de Dios. Aunque se trata de una predicación que está acompañada de movimientos, estos se combinan para fortalecer y enfatizar el contenido teológico del mensaje. Todo está centralizado y dominado por un lenguaje bíblico y saturado de autoridad celestial. Lamentablemente, este tipo de predicador está en peligro de extinción.
El predicador extremo y sensacionalista muchas veces tiene la habilidad de convertir su auditorio en algo menos que en una agitada sesión de ejercicios aeróbicos. Invita y provoca saltos acrobáticos y vociferaciones repetitivas como si se tratara de un circo. Como en la lucha libre, con frecuencia el predicador abandona el punto exclusivo del escenario, y para provocar mayor efecto, se lanza al espacio de los concurrentes y se confunde con la congregación.
Los hermanos terminan extenuados luego de estar sometidos a un movimiento pendular y constantes de sus emociones. Al final ya han olvidado los augurios iniciales que le prometieron su liberación total, y como si se tratara del juego de los reflejos condicionados de Pavlov, están dispuestos a repetir la experiencia por la experiencia misma. Se trata de un juego obsesivo, cada vez con mayor auge, en el que están atrapadas personas de todos los niveles y congregaciones enteras.
Lo cierto es que el predicador debe exponer la Palabra para generar fortaleza, para que las personas se apoyen en el Señor y confíen en sus promesas. Pero no, el predicador extremo y sensacionalista busca exacerbar los ánimos, pone a la gente en atención de combate y se presenta él mismo como el dueño y dispensador de soluciones inmediatas y definitivas para todos los presentes. Las pocas palabras y frases bíblicas que pronuncia salen sueltas y sin ninguna coherencia que las justifiquen, son como simples muletillas que emplea de forma ocasional y enfática para darle algún matiz religioso a su discurso.
La predicación extrema y sensacionalista no deriva en una reflexión crítica y constructiva sobre nuestra relación con Dios y nuestros semejantes. Al final, puede dejarnos solo una vaga sensación de victoria, nos sentimos vencedores, pero no tenemos claro sobre qué ni sobre quién. La sensación de bienestar poco sostenible que estamos viviendo en el momento reclama más experiencias similares, sin ningún propósito específico. En sus puntos aplicables, la predicación nos ha levantado el ego, tal vez ahora somos más arrogantes y orgullosos, pero estamos menos preparados, casi inhabilitados para servir con eficacia en la causa del Reino de Dios. `
No hay que hacer un análisis muy detallado y profundo del evangelio de Jesús para entender que esto tiene poca relación con su mensaje, el cual está basado en el principio de amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos.
La espiritualidad congregacional depende en demasía de lo escenográfico y teatral. Con frecuencia el expositor del sermón porta ropa atractiva y a la moda en un escenario de efectos impresionantes y sonido excelente y el contenido de los sermones, más que una palabra ministrada por Dios, se limita a un discurso motivador, matizado con variadas expectativas, y sobre todo, con la pretensión de ser ameno y entretenido. Se trata de un discurso actuado, no intensamente vivido por quien ocupa el púlpito.
La crisis que vive el púlpito hoy es una crisis de contenido, una crisis de pertinencia teológica y profundidad bíblica sobre la base de una exposición clara, sólida y coherente. Las verdades fundamentales de la Biblia deben de brillar nuevamente en el púlpito, la voz autorizada de hombres llenos del conocimiento bíblico y saturado de la unción del Espíritu Santo debe nuevamente tronar con el mensaje pastoral y profético que transforma y da vida. El bufón divertido y el parlanchín que solo sabe saltar y bailar están opacando la solemnidad del púlpito.
Solo esta penosa degradación del púlpito conduce a una comparación tan deplorable y desafortunada como es la que contrasta la tribuna sacra con el escenario de la lucha libre, con sus gritos avasalladores, con su bullicio estridente con lo cual se trata de disimular la ausencia de todo contenido.
La lucha libre no es un deporte, es un espectáculo. La predicación por su parte no es un simple espectáculo, es un evento teológico y reflexivo que busca reconciliar al hombre con Dios a través de la obra llevada a cabo por nuestro Señor Jesucristo.
Es por eso que la predicación de hoy –sin que tenga que resultar aburrida– con el apoyo de todos los recursos que ofrece la tecnología, tiene que recobrar todo el vigor, todo el poder y la fuerza del Espíritu, y como en los tiempos de la Reforma Protestante, volverse diligente a las Escrituras y sacar de ellas la propuesta que Dios tiene para la humanidad con el fin restaurar todas las cosas a través de su Hijo Jesucristo.
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