Si solo celebramos una salvación personalista, individualizada y excluyente, esto se notará en nuestros servicios de adoración.
El culto es el punto de comunión más íntimo entre Dios y los seres humanos que han decidido reconocerle como lo que es.
El culto es la manifestación pública y palmaria en la expresamos con el mayor despliegue el compromiso que asumimos de ser testigos del Señor en su santidad y grandeza, para cumplir en total y gozosa obediencia su propósito y voluntad en el mundo.
Cuando celebramos el culto estamos más allá de las sensaciones que se puedan producir en nosotros, estamos en un momento de especial trascendencia que es más que nuestro entretenimiento y disfrute. Más allá de ser un escape, un masaje terapéutico, el culto constituye una reafirmación de compromisos, de promesas, de esperanzas con base en las Escrituras.
Constituye una preocupación latente la frecuencia con que el culto cristiano tiende a transformarse en espectáculo centralizado en la persona humana, para exhibir belleza musical o talento retorico, con el objetivo principal de crear placer y diversión, pasando de la ética a la estética y sustituyendo el llamamiento a la santidad por una oferta de felicidad, bienestar y realización individual.
El culto no debe ser un masaje escapista, un subterfugio para evadir la realidad, debe de ser encuentro con Dios, una aproximación a su carácter y a su justicia, para nosotros decirles que admiramos su grandeza, que celebramos su gloria y que deseamos ser como Él.
Somos frente al Señor como el hijo que se siente deslumbrado por todo lo que puede hacer su padre. En este sentido, como hijos de Dios, celebramos su grandeza y sus virtudes en adoración y nos inclinamos ante su presencia con devoto anhelo de reflejar en nosotros su santidad y su amor.
El Señor ha prometido estar en medio de aquellos que se reúnen en su nombre para adorarlo. La experiencia cristiana dice que la presencia de Dios se siente en las actividades donde se le invoca. De ahí la enorme importancia que tiene el culto como expresión de la fe, como medio de exteriorizar e interiorizar la realidad de lo que uno cree.
El culto exhibe y pone de manifiesto nuestra teología, nuestra forma de practicar la fe. Si somos exclusivistas, si solo celebramos una salvación personalista, individualizada y excluyente, esto se notará en nuestros servicios de adoración.
Nuestras oraciones, cánticos y exclamaciones, en su mayoría, estarán en primera persona. En nuestras oraciones solo reclamaremos bendiciones para nosotros y nuestro círculo. De esta forma reflejaremos y daremos a entender que el compromiso del Señor es solo con lo que hacen vida religiosa. Los demás no cuentan.
El culto pone manifiesto nuestra teología y nuestra praxis. Los niveles de compromiso con la comunidad, el sentir de la iglesia hacia su entorno quedará revelado en el culto. Cuando nuestra orientación teológica es bien llevada, el culto se dimensiona y expresa la responsabilidad auténtica de la misión de la iglesia, así podemos celebrar nuestra fe junto a logros comunitarios en lo que hemos intervenido con nuestra iniciativa solidaria.
De esa forma, nos comprometemos en oración y acción con los asuntos de la comunidad y nos gozamos y damos gloria a Dios por los resultados.
La congregación se informa de lo que Dios ha hecho en la vida de la comunidad y celebra con júbilo y gratitud logros que se han traducido en bienestar y mejoría de todos.
La adoración a Dios siempre estará dirigida a celebrar su grandeza, pero sin olvidar que su grandeza incluye su amor y compromiso con el ser humano, compromiso que toma su mayor sentido cuando es encarnado por la iglesia, por la comunidad de fe que dice conocerle.
Debemos enterar a las personas no creyentes que Dios está interesado en ellas. Nuestros coros y nuestras oraciones deben reflejar un determinado nivel de compromiso con la comunidad, con la vida, con su cotidianidad. Es importante saber que Dios no obra solamente en lo que nosotros entendemos como el plano de lo religioso. Este plano ha sido creado por nosotros como una forma de particularizar a Dios, de parcelarlo y de darle carácter de exclusividad como si fuera un objeto nuestro.
Si nuestros cultos estuvieran más cerca quienes nos rodean, influyéramos sobre más sobre la vida de la comunidad y sobre su cultura.
Si nuestro arte y liturgia tuviera mas comunión con el ser humano de carne y hueso, con el hombre y la mujer de la calle, nuestras iglesias tuvieran fiestas o cultos mas significativos e interesantes y estableciéramos a través de nuestros encuentros el verdadero nivel de relevancia que tiene la misión.
El culto es la celebración de Dios, de su grandeza, de su intervención en la historia, de su salvación. Nosotros, que tenemos el privilegio de celebrar esos misterios tan grandes, somos los llamados a manifestar que Dios está interesado en la totalidad del hombre.
Nuestras oraciones, nuestra música y exclamaciones no deben estar solamente dirigidas a “gozarnos”, el Señor tiene un interés más amplio y su iglesia tiene que reflejarlo en todas sus acciones.
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