El rechazo de uno mismo es el mejor camino para no llegar a ser nada. Sólo a partir de la aceptación de lo que uno es podrá alguien superarse.
Una breve carta recibida hace ya unos cuantos días (casi 30) me multiplicó –y complicó un poco- la tarde de su recepción. Durante varias horas estuve reflexionando si contestarla, pero determiné no hacerlo, porque los remitentes no la hubieran entendido, hubieran, probablemente, empezado una polémica ininterrumpida, que no aseguraba la discreción de la que no hacen gala, no porque yo estuviera de acuerdo con lo que en el trasfondo decían, pues en una congregación debe haber una constante buena comunión, sino porque, poniéndome yo en actitud polémica, discutiendo los puntos en los que discrepaba, ni les permitiría expresarse a gusto ni dejaría de manifestarles sus injustas declaraciones, además de que toda polémica, con quienes se creen estar por encima del bien y del mal, enturbia las mentes de los que se mantienen en su orgullo espiritual; y cual fariseos dicen: “gracias Dios porque no soy como los demás”. Los tales van por la vida, juzgando a los demás, y naturalmente en su orgulloso egotismo espiritual, condenan a los que no son como ellos.
“Desde el Corazón” y como estoy imbuido de los muchos estudios que sobre Psicología y Ciencias de la conducta humana realizo, en razón de mis clases, tengo muy claras varias lecciones de la vida y de la antropología bíblica: una muy simple, que consiste en que el ser humano se acepte a sí mismo tal como es. Nadie obtendrá equilibrio o felicidad si se empeña en ser “otro”, sin llegar a interpretar con esta popular actitud, el Hamletiano reto de “Ser o no Ser” de una forma radical: ser lo que eres, ser como eres, o no ser.
El hombre podrá mejorar lo que es, pero no al gusto de los justiciadores, y menos ser otra persona, con virtudes impuestas, con otros defectos. Cada uno ha de realizarse con su estatura, con su origen cultural, con su origen social, con su inteligencia, su nivel espiritual y con su modo de ser. No puede construir sobre otro terreno. Soñar ser alto, rubio o rico, si se es bajo, moreno y pobre, sólo es un sueño, además de inútil desestabilizador. No está en la mano del hombre –digo yo- cambiar lo más profundo. El mar da olas. El soto, álamos. El mar será feliz con sus olas o no será feliz. El soto será feliz dando álamos, nunca soñando producir olas. El rechazo de uno mismo es el mejor camino para no llegar a ser nada. Sólo a partir de la aceptación de lo que uno es podrá alguien superarse.
Llevando estas ideas al plano de una congregación, como incluso a la de una familia, veo “Desde el Corazón” que el drama de muchas de estas asociaciones está en que no se aceptan los unos a los otros como son. Los que se creen más espirituales que sus compañeros se enrocan en presionar y ordenar: “deberías ser como yo”. Ciertos padres se pasan la vida diciendo a sus hijos: si fueras así, si fueras asá, si te parecieras a tu primo Antonio… y así ni unos ni otros se verán nunca amados por sí mismos. Sentirán que sus hermanos y padres aman el ideal que ellos se hicieron, no a los hermanos ni a los hijos que, de hecho, Dios los ha elegido y ellos han tenido. Tales personas, quieren ser queridos, o al menos dignamente aceptados, por ser lo que son, no sólo soportados. Hay hermanos e hijos que llegan a sentirse como traidores de los sueños de los “santos” y de los padres, y piensan que les harían un favor si ellos desaparecieran.
Como algunas veces pienso “Desde el Corazón” que lo que escribo tiene la interpretación de los que me lean, ahora mismo imagino que algún lector pensará que estoy estableciendo que el ser humano debe aceptarse a sí mismo puramente pasiva y resignadamente. No, hablo de una aceptación que incluye el motor para arreglar en lo posible los defectos, pero no al capricho de los que juzgan e imponen sus criterios. Sí, partiendo de que con defectos y todo se puede ser amado y amar; asumiendo que los fracasos por nuestras debilidades, deben ser los maestros de nuestro perfeccionamiento y no los sepultureros de nuestra vida.
Sé cómo me interpretarán no pocos, pero “Desde el Corazón” diré que a Dios no le preocupa si somos valientes o cobardes, autopistas o atajos, luces láser o pábilos que humean. Lo que Él quiere es que, valientes o cobardes, nos arrojemos en sus brazos como el ciervo perseguido por los perros se lanza al agua fría, o sediento brama por las aguas. Dios es indudablemente el único que nos mide por nuestros raseros y recibe el amor de listos y tontos, de guapos y feos, cultos e incultos, como amores idénticos.
Todo lo que digo creo que es real. Y sin embargo, la patria del alma está en lo imposible, más allá de sus propios límites. Su meta es alcanzar lo inalcanzable y morir en esa pelea. Lo importante no es la felicidad que se consigue, sino la que se busca; no la meta, sino el esfuerzo para llegar a ella. ¿Estoy diciendo que hay varias clases de hombres? Pues sí, están los espirituales y los carnales; la pregunta es ¿los ensalzamos a unos y condenamos a otros, o los amamos?; “Desde el Corazón” pienso en tres clases de oraciones. Unos dicen a Dios: “Dios mío, ténsame, si no me pudriré”; otros ruegan: “Dios mío, no me tenses demasiado, porque me romperé” y otros: “Dios mío, ténsame cuanto puedas, aunque me rompa”. Esta tercera es mi súplica.
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