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Grandeza y servidumbre

Anunciamos un Cristo que se entregó voluntariamente, que no se prestó a jugar sucio, ni a usar Su poder

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 11 DE JUNIO DE 2016 22:20 h
Foto: Unsplash

El otro día veía una serie de televisión con mi hija tranquilamente mientras merendábamos. Como en casi todo argumento de acción que se precie, aparecía una lucha entre el bien y el mal, una tensión por resolver y que, por lo menos a ciertas edades, siempre esperamos que se resuelva siendo felices y comiendo perdices.



Sin embargo, en esta ocasión me sorprendió el realismo aparente con el que uno de los personajes, el niño protagonista, compartía con su madre su frustración por la manera en la que se habían dado ciertos acontecimientos: “Los buenos nunca ganan porque juegan limpio”.



Por mucho que este comentario esté circunscrito al contexto de una serie de ficción, hacía mucho que una frase aparentemente baladí no me hacía pensar tanto. Porque de hecho esta es una de las afirmaciones más potentes que he escuchado de la boca de un niño y me recuerda, inevitablemente, a pensamientos que yo misma en alguna ocasión he tenido y, me atrevería a asegurar, muchos otros como yo también.



David mismo en los salmos se preguntaba a menudo por qué los malvados prosperaban… y aunque luego siempre, en él y probablemente en nosotros, hay un volverse a las promesas de Dios y recordar que esta guerra está ya ganada y no por el mal, la sensación que nos inunda no pocas veces es, ciertamente, esta misma, la del protagonista de la serie: los buenos tienen la guerra perdida porque juegan en desventaja.



En un plano muy cotidiano, esta aseveración, queja o reflexión, como quiera verse, se escucha a menudo en las noticias, tras un juicio a algún criminal, o ante casos sin resolver, por poner solo algunos ejemplos. Ha sido, por ejemplo, una de las reflexiones comunes ante situaciones terribles como las que vive desde hace años la familia de Marta del Castillo, ante la desfachatez del aún “presunto” asesino y la tomadura de pelo hacia ellos y las autoridades y resto de la ciudadanía al no dar pistas cerceras de la localización del cadáver.



Lo peor es que esto parece no tener castigo, queda impune y él lo sabe, porque los “buenos” nos sometemos a derecho y, por tanto, no podemos tomarnos la justicia por nuestra mano (que bien nos apetecería, sin duda, en este y otros casos). Ha sido también la queja constante de muchas víctimas del terrorismo, que se han preguntado una y otra vez, junto con los que tenemos el papel de espectadores de la barbarie, por qué no podemos jugar con las mismas “normas” que ellos, los terroristas (aunque luego, después de la efervescencia del momento de dolor, que es mucha y muy fuerte, uno se recuerda que jugar con sus mismas “normas” nos convierte en el mismo tipo de sinvergüenza que son). Y así sucesivamente en infinidad de ocasiones, la mayoría mucho más cerca de nosotros que estos dos ejemplos, pero que nos crean la misma sensación de indefensión.



Estamos sujetos a derecho. Los cristianos, además, estamos sujetos a Dios y a Su ley. Doble derecho. Nosotros no nos vengamos. O, al menos, no deberíamos. Vemos con horror como el mal campa a sus anchas en el mundo que vivimos, observamos con estupor cómo se nos masacra, difama, discrimina, ningunea, se nos toma el pelo constante y flagrantemente, y parece que no hay nadie alrededor para frenarlo.



Nos apetecería tomarnos la justicia por nuestra mano, claro, y arrasar por las malas, como parece que lo hace el resto. Pero nosotros sabemos que la venganza es Suya, y que, además, será justa, proporcionada e implacable. Es cierto que no se produce una retribución inmediata, que es lo que a nuestros impulsos les apetecería. Es más, no nos importaría que fuera desproporcionada, porque, al fin y al cabo, nuestro ofensor “se lo merece”.



Sin embargo, los parámetros por los que Dios se mueve son otros. Él es bueno, justo, santo y retribuidor a Su tiempo por los males cometidos, particularmente hacia Sus hijos, a los que tiene como la niña de Sus ojos. Su tiempo nos molesta a menudo, pero hemos de creer que, como en todo lo que Él hace, hay un propósito de bien, no solo para nosotros, sino también para aquellos a quienes disciplina con esa venganza. Eso tampoco nos gusta, como no le gustó Jonás comprobar cómo los planes de Dios para la impía Nínive eran de bien y no de mal, para darles un futuro y una esperanza.



Esta es la grandeza y la servidumbre de estar sujetos a derecho. A su derecho. Sabemos que bajo Su paraguas se producirá en algún momento la verdadera justicia, que es la que debería ocupar nuestros deseos, y no la venganza simplona a la que tantas veces y con tanta facilidad nos entregamos.



En esos casos no buscamos justicia, reconozcámoslo. Buscamos saciar nuestro enfado jugando con los mismos medios y normas que quien nos ofendió. Pero esto nos pone al mismo nivel y, lo que es más grave en el caso de los cristianos, cuestiona nuestra dependencia de Dios, Su soberanía y el tipo de Evangelio que predicamos.



Anunciamos un Cristo que se entregó voluntariamente, que no se prestó a jugar sucio, ni a usar Su poder, que lo tenía, para fulminar a los que le atacaban. Él “jugaba en otra liga”, estaba muy por encima de todo lo que le rodeaba, y cuando la muerte y el mal parecían haber acabado con la figura “frágil” que Jesús representaba, resucitó de los muertos, venciendo a la muerte y reafirmándose en el que siempre fue Su papel: verdadero Dueño y Señor del Universo que había sido creado para Él, vencedor de la muerte, justo retribuidor de los que se agarran a Su justicia.



Eso mismo, ese juego limpio, fue el que nos libró a nosotros de la servidumbre del pecado. Y es justamente el que libra a un alma atormentada por la ofensa y el juego sucio de otros de la opresión del agravio. Su potencia nos hace a nosotros verdaderamente libres.



Pero lo hace a Su tiempo, de forma completa, inapelable y definitiva. Ninguna venganza nuestra tiene esas características, ni la tendrá jamás, por muy justos que intentemos ser. Esa es la grandeza y servidumbre del Evangelio y Sus principios: poder movernos de otra manera en un mundo hostil y que no haya de pesarnos, porque la justicia perfecta de Quien defiende nuestra causa se hará patente a todo ojo, doblando también toda rodilla a su debido tiempo.


 

 





 
 
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