Hombres y mujeres, llenos del viento del Espíritu, no se dan por vencidos aunque soplen los vientos más huracanados de la adversidad.
“Hijo del viento”, este era el nombre que se le atribuía a Carl Lewis por su extraordinaria velocidad, batiendo todos los récords de la historia del atletismo. Por cierto, un devoto creyente evangélico que aprovechaba cualquier oportunidad que se le brindara para testificar de su fe en Jesucristo.
Pensando en los nacidos del Espíritu, he podido identificar a una generación de hombres y mujeres poco comunes entre la especie humana. Estos son a quienes he denominado los hijos del viento. Son una clase de personas de un sustrato especial en cuanto a la percepción de la vida, a la vez que poseedores de una gran sensibilidad espiritual. Su estructura humana es tan frágil como la de cualquier otro mortal, pero su enorme potencialidad es un auténtico don divino. El mismo Jesús ejemplificó magistralmente a los hijos del viento, de la siguiente manera: El viento sopla donde quiere, y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni adónde va; así es todo aquel que es nacido del Espíritu (Juan 3:8). Este viento, al que se refiere el Maestro, es el mismo aliento de vida que Elohim insufló sobre Adán en el paraíso terrenal y lo convirtió en un ser viviente. Este soplo es el ruaj de Dios, quiere decir su Espíritu vivificante, que significa en su origen: viento, aire, fuerza, energía, poder, aliento o neuma en griego, de ahí la palabra neumático. Estos hombres y mujeres, llenos del viento del Espíritu, son personas neumáticas que repelen con potencia y valentía las agresiones del Maligno porque son de una estirpe divina que no se rinde fácilmente ante las dificultades, ni se dan por vencidos aunque soplen los vientos más huracanados de la adversidad. Este poderoso viento es el mismo que invadió por momentos el aposento donde los discípulos oraban persistentemente esperando la promesa del Padre, sin imaginar siquiera la magnitud de lo que sucedería diez días después de la ascensión de Jesús a los cielos: De repente vino del cielo un ruido como el de una ráfaga de viento impetuoso que llenó toda la casa donde estaban sentados, y se les aparecieron lenguas como de fuego que, repartiéndose, se posaron sobre cada uno de ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo (Hechos 2: 1-4).
Cuando un hombre o una mujer experimentan una invasión tan extraordinaria del Espíritu Santo pueden ser impulsados hacia una nueva aventura de la vida de fe, tal cual leemos en diferentes partes de las Escrituras, como sucedió con Saúl, David, Sansón, Débora, Elías y también Pedro, Juan, María, Pablo, Esteban y Felipe, entre muchos otros. Esta lista podría coincidir perfectamente con los llamados héroes de la fe de Hebreos 11, añadiéndoles otros tantos miles a través de todos los tiempos hasta el día de hoy.
Pablo interpreta divinamente el perfil de esta clase de hijos e hijas del viento, de la siguiente manera: Pero tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la extraordinaria grandeza del poder sea de Dios y no de nosotros. Afligidos en todo, pero no agobiados; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no destruidos; llevando siempre en el cuerpo por todas partes la muerte de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Porque nosotros que vivimos, constantemente estamos siendo entregados a muerte por causa de Jesús, para que también la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo mortal. Así que en nosotros obra la muerte, pero en vosotros, la vida (2ª Corintios 4: 7-12). Esta es la gran paradoja de los verdaderos hijos del viento: experimentar la muerte y la vida de Jesús; aunque para muchos puedan parecer unos residuales, unos perdedores o unos fanáticos religiosos, además de perseguidos y cada vez más rechazados por causa de Jesús. Por esta razón y tal como está escrito quiero reinvindicar: Antes, en todas estas cosas somos más que vencedores... Esta es nuestra gloria, ser como luciérnagas que brillan en la oscuridad de este mundo.
El apóstol define perfectamente, con imágenes de la época, a los verdaderos atletas de Cristo (y esto no tiene nada que ver con la preparación física). Estos son los auténticos hijos e hijas del viento: ¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos en verdad corren, pero solo uno obtiene el premio? Corred de tal modo que ganéis. Y todo el que compite en los juegos se abstiene de todo. Ellos lo hacen para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Por tanto, yo de esta manera corro, no como sin tener meta; de esta manera peleo, no como dando golpes al aire, sino que golpeo mi cuerpo y lo hago mi esclavo, no sea que habiendo predicado a otros, yo mismo sea descalificado (1ªCorintios 9:24-27).
Por tanto, este es nuestro desafio final: Ser como Cristo y acabar bien nuestra carrera para recibir el glorioso galardón que nos espera a los hijos y las hijas del viento del Espíritu, a los que pelean hasta el final la buena batalla de la fe.
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