Dios no ha dejado de amarnos, no ha dejado de querernos, no deja de demostrárnoslo, eso sí, no según nuestros caprichos y deseos.
Son muchas las críticas que se le hacen al Dios de la Biblia. Muchas de ellas se hacen desde una actitud de verdadero interés por comprender y no son esas, precisamente, las que me preocupan.
La fe, al fin y al cabo, no es simplemente una cuestión de acatar y punto, sino que el Evangelio y el contenido del Nuevo Testamento particularmente son ampliamente razonados y argumentados, con lo que nuestra fe puede y debe ser, hasta cierto punto, una fe también razonada.
No se nos plantea creer sin más, sino más bien escuchar, considerar, ver, comprobar… que Dios es como dice ser y desde ahí, creemos. Claro que hay un punto a partir de cuál uno termina teniendo que lanzarse a la piscina, porque no todo podemos comprenderlo (San Agustín decía que “Si lo entiendes, no es Dios”), pero hay mucho que sí nos ha sido revelado, entregado a nosotros en un lenguaje, además, bien claro, que permite eliminar las dudas fundamentales de las cuestiones más relevantes.
Luego, a partir de lo urgente, seguimos profundizando en lo importante, y seguimos conociendo a Dios y Su carácter, y eso no puede por menos que hacer crecer nuestra fe de manera natural.
Mientras haya aspectos del carácter de Dios que no podamos comprender (y entendemos que eso siempre va a pasar), es evidente que la fe sigue teniendo sentido, en cuanto a lo que significa en esencia: convicción respecto a lo que no se ve.
Ahora bien… ¿cómo casa la idea de un Dios que se revela con la de un Dios indiferente? Porque esta es probablemente una de las críticas más insistentes en contra de todo lo que tiene que ver con Dios y Su carácter: “No puedo creer en un Dios que no actúa frente al sufrimiento”, “No puedo creer en un Dios que no hace nada”, “No puedo creer en un Dios que ha abandonado al mundo a su suerte”.
Y cuando se trata de que verdaderamente estamos convencidos de esto, cuando la crítica es verdaderamente honesta, puedo aceptarla sin problemas. Las cosas se explican, y ya está. La persona, conocedora de la correspondiente explicación, tomará la decisión que considere.
Pero no es así en un buen número de ocasiones, porque tantas y tantas veces parece que esta crítica les viene de perlas a muchos que ni siquiera se han detenido un momento a procurar conocer “algo” de ese Dios al que tan fieramente critican. “Suenan campanas que me convienen, y simplemente las reproduzco”. La verdad es casi, casi, lo de menos.
Así las cosas, todo esto tiene bastante “gracia” viniendo de criaturas que han pretendido (y casi pareciera que han conseguido) independizarse de Dios y darle la espalda. Lo segundo, sin duda, es posible.
Lo primero me temo que no, porque no depende solamente de nuestra actitud de desagrado, sino de que Dios verdaderamente quiera romper el hilo conductor que nos conecta, que es Su propio amor hacia nosotros. Sería, de alguna forma, renunciar a Su propia esencia y Dios no puede negarse a Sí mismo.
Fijémonos hasta qué punto la indiferencia viene de nuestra parte y no de la Suya, que este tipo de frases no cuestionan la existencia de Dios en sí misma, sino más bien Su carácter. Es decir, “asumo que hay un Dios, pero si es de la forma que yo creo que es, no me interesa relacionarme con Él”. ¡Qué profunda tontería!
Pero aquí es donde verdaderamente hace aguas el argumento, de nuevo, porque como ya se ha dicho, me temo que pocos de los que se manifiestan a este respecto con tanta contundencia verdaderamente han profundizado para poder hacer una crítica sopesada, con profundidad, con conocimiento y no desde el simple y puro prejuicio.
La raza humana empezó metiendo la pata en la cuestión más enraizada en nosotros de todas: el deseo de independencia. Exactamente la misma que seguimos arrastrando y que miles de años después sigue absolutamente intacta. No nos interesaba un Dios superior, un ente al que hubiera que obedecer o rendir cuentas.
Nos interesaba mucho más uno al que pudiéramos tutear, hablar de tú, pero no desde una cercanía como la que nos proporciona la redención que se desprende de la cruz, sino una que proviene de la soberbia y del atrevimiento de considerar que entre Dios y nosotros no hay un abismo, sino que estamos a la misma altura.
Solo el atrevido o el ignorante puede verdaderamente permitirse la necedad de ignorar a quien le creó. En un sentido, somos las criaturas aparentemente más inteligentes, pero en otro somos, sin duda, las más tontas. Ninguna otra cosa creada se ha revuelto ante su Creador como lo ha hecho el hombre (exceptuando al propio Satanás, lo cual no nos deja en muy buen lugar al fin y al cabo).
Y desde esa decisión unilateral de ir absolutamente “a nuestro aire”, algo que Dios de manera temporal nos permite, nos tomamos la licencia, incluso, de acusar a la otra parte de lo que nosotros, y solo nosotros estamos haciendo.
Porque a pesar de nuestro propio abandono, de nuestra traición y de la distancia que hemos querido poner entre Dios y nosotros, Dios no ha dejado de amarnos, no ha dejado de querernos, no deja de demostrárnoslo, eso sí, no según nuestros caprichos y deseos, sino de la manera que solo un Dios verdaderamente amante puede hacerlo: procurando nuestro bien aunque no nos guste.
Nos comportamos demasiado a menudo como esos niños malcriados que ven en la acción de sus padres la intervención arbitraria de un tirano, por muy justos y equilibrados que sean esos padres en la realidad. Solo porque nos gusta mucho más que los demás hagan lo que nosotros queremos, porque nos gusta actuar a voluntad sin que nadie nos ponga pegas.
Pero un Dios indiferente, uno que nos dejara hacer lo que queremos sin consecuencias, simplemente nos estaría considerando como bastardos en el mejor de los casos. En el peor, como nada Suyo. Eso sería verdadera indiferencia. Y sería la peor de nuestras tragedias.
Un Dios que “pasa” del mundo no permanecería a lo largo de los tiempos con la mano tendida hacia quienes le despreciaron y le desprecian aún. No conozco ninguna “deidad” aparte del Dios del cristianismo, encarnado en la persona de Jesús, que haya decidido abandonar su trono para caminar entre nosotros, para sufrir por nosotros, para entregarse y morir en nuestro lugar.
Nadie, sino Dios mismo, que haya sido capaz de llevar adelante un plan que pusiera patas arriba su propia tranquilidad, su propia “indiferencia”. Lo cual solo puede significar una cosa: que a Dios le importamos, mal que nos pese porque eso solo pone de manifiesto que el problema está claramente de nuestro lado.
¡Cómo nos gustaría poderle echar la culpa de esto y de aquello! El intento lo hacemos, desde luego, pero eso no cambia la cosas. Todo es como es, independientemente del interés que pongamos en pintar las cosas de otra manera.
“Cree el ladrón que todos son de su condición”, reza nuestro dicho español, y es que en este caso se constituye en una verdad inapelable, porque justo la afirmación con la que acusamos nos señala y nos condena de principio a fin. Nadie más que nosotros ha decidido desentenderse del “problema” de tener que relacionarse con Dios.
Pero la grata noticia del Evangelio que tantos rechazan es que Dios no ha querido desentenderse de nosotros. Nos resulta sugerente la idea de que pueda ser Dios el que no quiere tener nada que ver en nuestra historia. Pero nada más incierto cuando se trata de un Dios que no se cansa de cuidarnos.
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