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Las decisiones que pagan otros

Somos tremendamente atrevidos, sobre todo cuando se trata de otros, cuando las consecuencias de lo que se derive de nuestro consejo no nos tocarán tan de cerca como lo harán con los demás.

EL ESPEJO AUTOR Lidia Martín 29 DE NOVIEMBRE DE 2015 11:40 h

Después de los atentados de París, que desde luego no son ni los peores ni lo únicos que se producen desde el fanatismo, todo el mundo se ha lanzado a las ondas, a las calles y a los platós para emitir su opinión, por supuesto respetable, pero en muchas ocasiones más que dudosa.



Esto no lo digo tanto porque, según mi propia opinión, puedan estar en lo “correcto” o lo “incorrecto” (no sé ni siquiera si eso existe, porque aquí elegimos entre una opción mala y otra menos mala), sino porque en la aparente ligereza con la que algunos opinan, lo más probable es que las repercusiones de que esa opinión se llevara a término las sufrirían otros y no ellos mismos.



De ahí que, como mínimo, sí podamos cuestionarnos la ética desde la cual se producen ciertos comentarios y la solidez moral de quienes las emiten.



Mencionar esto en el contexto de los atentados o de la cuestión yihadista que parece, cada vez más, abocarnos a un conflicto bélico internacional queramos o no, estemos de acuerdo o no, podamos o no… es simplemente circunstancial. Esto es algo a lo que nos enfrentamos cada día, más allá de este escenario.



La cuestión de si lo que opinamos, lo que aconsejamos, lo que proponemos, nos afecta sólo a nosotros o, por el contrario, afecta a todos los que nos rodean, está a cada paso que damos. Evidentemente, mi posición está en la segunda opción más que en la primera, la de que lo que hacemos afecta a alguien más que a nosotros mismos y que, por tanto, deberíamos ser bastante más cuidadosos.



Recordaba estos días atrás haber estado viendo una película en la que uno de los personajes, hablando de sí misma y de su difícil situación personal y de salud, decide no tomar un determinado camino, a pesar de que querría hacerlo, “simplemente” porque cree que las repercusiones que eso tendrá sobre sus allegados, familia y amigos, serán del todo negativas.



La frase con la que sintetiza su postura Hazel Grace, en Bajo la misma estrella (Adaptación de la novela de John Green) lo dice todo: “Soy como una granada. Soy una granada y en algún momento explotaré, así que me gustaría que hubiera el menor número de víctimas posible”. La frase impacta por lo que de poco habitual tiene: negarse a su propio yo, pensando antes en las consecuencias que ello traerá sobre los demás. Esto parece sacado de otro siglo, porque en líneas generales no parece pertenecer a nuestra generación.



Vivimos en un país en el que hablar de otros es deporte nacional. Hablamos de los demás, de lo que los demás deberían hacer, de lo que “yo haría en su lugar”… y las consecuencias que las carguen quienes asuman el consejo. Al fin y al cabo, “cada uno es libre de hacer lo que quiera y nadie obliga a nadie”.



Pero, ¿nadie piensa que hablar menos sería la solución? ¿A nadie se le ocurre que nunca sabremos cómo actuar en el lugar de otro porque nunca estaremos exactamente en su misma situación? ¿Cómo podemos juzgar su camino cuando no hemos llevado sus zapatos?



Somos tremendamente atrevidos, sobre todo cuando se trata de otros, cuando las consecuencias de lo que se derive de nuestro consejo no nos tocarán tan de cerca como lo harán con los demás. Y tras el drama de complicarle la vida a los demás, que se fían encima de nosotros porque tenemos una forma a veces muy taxativa de hablar y porque, francamente, convencemos, les diremos que tienen que comprender que no lo hicimos con ninguna mala intención. Y con eso acallaremos nuestras conciencias hasta la próxima ocasión, en que volveremos a hacer lo mismo.



¡Qué diferente nos luciría el pelo si, al hablar, fuéramos mucho más capaces de decir “No sé qué es lo mejor en este caso”, “No quiero arriesgarme a equivocarme”! Hemos sustituido la prudencia por la ligereza al opinar. Hemos olvidado la empatía, pensar en los demás, y preferimos, aunque sea desde la ignorancia imprudente y atrevida, que el otro sufra antes que callarnos nosotros.



Es mucho más grave para nosotros quitarnos el gusto de opinar. “Pues si yo opino que hay que mandar tropas aquí o allí, aunque no tenga ni idea, pues lo digo y punto”. O en un terreno más cercano “Pues yo lo que creo es que debería separarse”. Porque aquí lo importante es que cada uno tiene derecho a opinar. Y los demás… los demás van quedando cada vez más en un plano irrelevante en el que, si eso es aún posible, nos importan cada vez menos también.



Ni más ni menos que lo que ya hemos considerado otras veces y nos toca recordarnos en estos días trágicos: que seguimos sin escarmentar si no es en cabeza propia. Que hasta que no nos llega a nosotros el impacto de otra granada no consideramos que nosotros mismos somos una. Y que no podemos resolver los asuntos a golpe de simplonería. A veces, nuestra opinión debería ser, sencillamente, que no tenemos criterio para tener opinión.


 

 


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