En menos de un minuto, muchos de nosotros decidiremos responder con el bien el mal, con la poderosa fuerza del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones.
Esta semana pasada estuve en un acto institucional en Barcelona y, como en tantos lugares del planeta, se solicitó a todo el auditorio guardar un minuto de silencio y de reflexión por las víctimas del atentado de París. Y, mientras estábamos en silencio durante ese minuto que transcurrió en sesenta fugaces segundos, pensé en el significado del valor de un minuto… apenas casi nada. Mientras trataba de concentrarme en el sentido profundo de aquel minuto de respetuoso silencio por las víctimas de los criminales atentados en Francia; en cierto sentido, se me pasó el tiempo sin que apenas pudiera concentrarme en el sentimiento solidario del dolor y la tragedia vividas por aquellas ciento veintinueve personas asesinadas inesperadamente y casi un centenar de heridos de extrema gravedad. Creo que, a estas alturas, ya se ha dicho casi todo lo imaginable e inimaginable sobre esta terrible barbarie.
Por momentos, tuve la sensación de que el tiempo se detenía por completo y un ensordecedor silencio invadía aquel auditorio repleto de almas, entre los que se encontraban gran parte de la plana mayor de cuerpos y fuerzas de seguridad de Cataluña. Esos hombres y mujeres que precisamente velan por nuestra seguridad y protección cual ángeles custodios de nuestras, cada vez, más inseguras ciudades.
Ese minuto de reflexión, con una mezcla de tristeza e indignación contenidas, se transformó por momentos en la antesala de una espesa eternidad, entre el solícito paréntesis de un minuto, como si de un combate épico se tratara entre Aión, el dios de la eternidad, y Chronos, el dios del tiempo. Ambos disputándose la memoria y el incierto destino de aquellas víctimas inocentes que fueron destruidas por una especie de hachazo brutal y homicida que los arrancó de cuajo de la tierra de los vivientes. Fue precisamente en un minuto cualquiera de ese maléfico viernes trece que sucedió lo que nunca tendría que haber sucedido.
Un minuto de silencio en memoria de los que se fueron sin poder despedirse de nadie y tuvieron que ver aplazados violentamente sus sueños y proyectos de realizaciones personales y familiares, en menos de un minuto. Sí, ese fue el desgraciado minuto de la mortal fatalidad impulsada por los esbirros del averno.
Un minuto de silencio que quisiera convertirse en un minuto estruendoso, como si de un clamoroso reclamo al Cielo se tratara, pidiéndole un ¡basta ya! de estas suicidas y enloquecidas acciones seudorredentoristas que son inducidas por el fanatismo y el engaño más abyecto que jamás hubiéramos pensado llegar a concebir en el siglo XXI.
En un simple minuto, se pueden producir millones de cosas a la vez en todas las expresiones imaginables de las actividades humanas.
En un minuto, se producen miles y miles de nacimientos simultáneos en el mundo entero y este bendito hecho viene a convertirse en el canto de la vida y la esperanza contra la maldita sinfonía de la muerte absurda.
En menos de un minuto, muchos de nosotros decidiremos responder con el bien el mal, con la poderosa fuerza del amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido enviado del Cielo.
Por eso, proclamamos en apenas unos segundos que Dios es nuestro amparo y fortaleza, nuestro pronto auxilio en las tribulaciones. Por tanto, no temeremos...
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