Llamamos prueba muchas veces al producto de nuestra propia rebeldía, cuando eso debería ser más bien identificado por nosotros como la consecuencia directa de nuestro mal hacer.
Comenzaré hoy reconociendo que hace unos días verdaderamente me mondaba de risa ante una frase que leí en las redes sociales: “Las cosas siempre pasan por algo. Porque eres muy tonto, por ejemplo”.
No me negarán ustedes que es clara, concreta y concisa, va directamente al corazón de muchos de nuestros problemas y que, ciertamente, da en el clavo acerca de lo que nos pasa en tantas ocasiones. Porque si bien todo lo que nos pasa no es porque seamos tontos, en muchos momentos es solo y exclusivamente por esta razón.
Cuando hablo de tonto no hablo de faltos de inteligencia, como muchos se imaginarán. Hablo de falta de discernimiento, de ausencia de acierto hasta para las cosas pequeñas, de imprudencia o temeridad en algunas ocasiones… lo cual nos lleva a vivir consecuencias no deseadas sobre las cuales rápidamente empezamos a echar balones fuera, pero que poco o nada tienen que ver con los demás, sino solo con nosotros mismos y nuestras torpezas.
Bien decía aquel al expresar que cuando nuestro dedo índice se dirige a otros para señalarlos, al menos tres dedos más de nuestra misma mano nos señalan a nosotros. Y es que, a menudo, no suele haber más responsable de nuestras propias situaciones que nosotros mismos.
Nuestro dedo índice suele señalar a Dios con frecuencia cuando nos pasan cosas. Porque así somos nosotros: lo hacemos, lo pagamos, pero “Dios es el culpable por permitirlo”. Como verán, nuestra capacidad de juicio y análisis verdaderamente no tienen desperdicio.
Somos así de rápidos y de ineficaces, lo cual nos lleva a tener una visión de Dios mezquina y retorcida, como mezquino y retorcido pensamos que es Él con nosotros. Y nos quedamos tan anchos, en el rebozar de nuestro propio fango y autocompasión, siendo víctimas, pero nunca responsables de nuestros propios desastres.
Nuestro caso no es siempre el de Job, por mucho que apelemos a él para consolarnos en determinadas situaciones. Él era un hombre justo y recto delante de Dios sobre el que se permitió un nivel muy alto de prueba para mayor gloria de Dios mismo, aunque nos cueste verlo.
Nosotros, como ya reflexionábamos en semanas anteriores, llamamos prueba muchas veces al producto de nuestra propia rebeldía, terquedad o torpeza, cuando eso debería ser más bien identificado por nosotros como la consecuencia directa de nuestro mal hacer.
Y la “culpa”, mal que nos pese, no la tiene Dios por permitirlo, sino nosotros por no evitarlo. Eso es lo que se llama prudencia y es un concepto sobre el que la Palabra vuelve una y otra vez sin descanso. Nuestro sentido de la prevención es uno bien escaso, que sólo se pone en marcha cuando ve que el lobo se nos ha instalado en el salón. Entonces es el momento de buscar quién ha sido “el inútil que se ha dejado la puerta abierta”.
Hace unos días leía también una frase que reza así: “La triste realidad es que la mayoría de nosotros no avanzaremos hasta que el dolor de estar donde estamos nos resulte insoportable”. Y creo, francamente, que esta es una gran verdad. Somos tercos como mulas. No atendemos al aviso, ni a la indicación de quien con amor nos guía para que no nos precipitemos en el vacío de nuestros propios errores.
Y así, nosotros somos quienes ponemos nuestros propios límites al dolor y al sufrimiento (no siempre, ojo, porque en ocasiones también sufrimos como consecuencia de las torpezas de otros, o bien se siguen dando casos como el de Job). Pero en muchas de las situaciones, reconozcamos que tenemos justo lo que nos hemos buscado, ni más ni menos, y somos nosotros mismos la causa de nuestra propia desgracia.
Quizá si fuéramos algo más dóciles, si no necesitáramos tocar fondo para aprender las lecciones más simples, pudiera ser que Dios tuviera otros métodos para con nosotros. De hecho, nos creó para relacionarnos con Él en unos términos bien distintos que los que vivimos ahora. Sólo la entrada del pecado en escena complicó las relaciones entre nosotros y Dios, entre Dios y nosotros.
Y seguimos sin entenderlo, el relevo generacional no nos trae descanso en esto. Repetimos los mismos errores una y otra vez, reproduciendo las meteduras de pata de nuestros padres y abuelos, o los nuestros del pasado, porque solo nosotros somos capaces de tropezar tantas veces en la misma piedra.
Si no tenemos lo que nos merecemos en el sentido más amplio del concepto, es solo por gracia. De hecho, gracias a ella tenemos bastante menos de lo que nos merecemos. No pretendamos librarnos también de la pequeña cuota de dolor que nos inflige nuestra propia torpeza, porque una cosa es regatear y otra cosa es echarle el morro que le echamos.
Quizá seremos capaces de extender nuestras tiendas, de crecer en madurez y sabiduría, en la fe y a la imagen de Cristo, cuando entendamos estas cosas que nos suceden, incluso debido a nuestra torpeza, como un regalo de Dios para aprender un camino aún más excelente.
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