Esta es una de las características del verdadero amor: que es siempre gratuito y sin esperar compensaciones.
Pillé en la Iglesia -fea curiosidad la mía- a dos feligreses charlando sobre el dinero que ganaban, y uno le decía al otro: “pues con lo que ganas deberías estar viviendo como un príncipe. No entiendo en qué se te va el dinero” y el amigo segundo le respondió: “la cosa es bien simple; de todo lo que gano invierto un tercio en pagar deudas; otro tercio lo coloco a buen interés para el futuro, y con el tercer tercio vivimos”. “¿Pues cuántas deudas tienes y qué interés es ése?”, preguntó con curioso interés el buen amigo. “Te lo explicaré ya que me insistes: tengo una bendita deuda con mis padres a quienes costé un dineral en toda mi vida y durante todos mis estudios y en mis oposiciones. Ahora ellos están mal y soy yo quien les sostiene”. ¿Y eso de los intereses?; “verás: es lo que invierto en dar a Dios algo de lo que Él nos da, porque Él ama al dador alegre; pues Él hizo al mundo en el plan de dar alegremente, y un gran artista ama todo lo que es consistente con su plan. Yo digo que Dios ha creado todo el mundo sobre este plan. Te lo mostraré. Mira al sol. ¡Qué lumbrera de esplendor!; ¡qué gloriosa creación de Dios! ¿por qué es brillante?; porque regala su luz. ¿Por qué es glorioso?, porque esparce sus rayos por todas partes. Imagina que el sol dijera: "ya no voy a dar más de mi luz", ¿dónde quedaría su brillo si dijera: "no voy a esparcir más mis rayos"?; ¿dónde quedaría su lustre?; es en la magnífica generosidad de ese gran padre del día donde radica su gloria. Para nosotros es el más grandioso de los astros porque da con generosidad esa fuerza vigorizante que es calor, y luz, y vida. Y sé que darle a Él, es invertir en eternidad. También invierto en la formación de mis hijos; sé que este es un capital arriesgado, pues puede que como quien juega a la bolsa, alguna vez haya fracaso y a la larga no produzca mucho; pero al igual que la primera inversión, no hay capital mejor invertido, por el hecho de hacer unos hombres, porque esos hombres son mis hijos y porque puede que el día de mañana, me lo devuelvan dándome muchas alegrías”.
Esta conversación inventada –licencia de este aprendiz de escribidor- de esos amigos imaginarios tiene más de fábula moral que de hecho real. Pero pretende señalar verdades luminosas.
La primera es la deuda que todos tenemos hacia nuestros padres. Deuda que en nuestros días pocos reconocen y en la que raramente pensamos. Los padres tienen, claro, la obligación de encargarse del sostenimiento y educación de los hijos; pero esa obligación suya no hace menor la deuda por parte de quienes la reciben. ¿Acaso no hubiera sido la vida de nuestros padres más cómoda sin nosotros?; ¿de cuantas cosas tuvieron que privarse para pagar nuestras medicinas, nuestras ropas, nuestra educación, nuestras mismas diversiones?. Y es intolerable escuchar: era su obligación, si no querían tener tales dispendios, nadie les obligaba a tenernos. No basta, porque si nos tuvieron fue por amor y para darnos a nosotros algo tan bueno como es la vida y todo lo que en ella somos.
“Desde el Corazón” y ahora que ya soy mayor y abuelo más, siempre he considerado que el mejor dinero y, sobre todo, el mejor tiempo que un hombre puede invertir –aparte evidentemente de servir a Dios- es el que emplea en agradecer y hacer felices a los padres.
Otra razón para la felicidad y la buena inversión es poder con nuestros medios y con nuestro trabajo preparar la felicidad de otros seres, y no digamos si se trata de nuestros hijos. Regalar es siempre un regalo para el que regala. Y no me digan mis lectores que un tanto por ciento muy elevado de los hijos no serán el día de mañana conscientes de los esfuerzos que sus padres hicieron por ellos. Es tristísimo, pero es verdad. La ingratitud es uno de los virus más crueles que lleva en su carne la raza humana, y estamos acostumbrados a encontrar natural que nuestros padres se hagan cargo de nuestro sostén, de nuestros estudios. Cuántos padres viviendo su vejez en precario no recibirán ni el diez por ciento de lo que en sus hijos invirtieron. Sí, “Desde el Corazón” lo digo: el amor es una bolsa peligrosa en la que con frecuencia las acciones de cariño van bajando de cotización en manos de los que ahora las tienen.
Y, sin embargo, agradecidas o no, son inversiones que deben hacerse y con gozo. Yo sé que de hecho los más de los padres no regatean jamás en lo que hay que gastar con los hijos y que lo hacen sin preguntarse si un día eso será agradecido. Esta es una de las características del verdadero amor que es siempre gratuito y sin esperar compensaciones.
Pero tal vez por eso (porque los padres son generosos por naturaleza, salvo algunos monstruos) tendrían los hijos que agudizar su conciencia para descubrir que esos intereses hay que pagarlos si uno quiere ser un verdadero hijo. Y si, encima, uno es cristiano, ¿cómo olvidar que Jesús no hablaba en broma cuando decía aquello de que al que da algo se le dará el ciento por uno?; esa sí es una buena herencia, inversión para eternidad.
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