Ser auténticamente cristiano implica auténtico sacrificio, como no podría esperarse menos de aquellos que han sido salvos por el Sacrificio por excelencia.
Vivimos en un mundo que se rige por muchas cosas, unas mejores que otras, la mayoría bien alejadas de lo que Dios ha marcado claramente en Su voluntad para la vida que ha creado, en la que, nosotros, por supuesto, estamos incluidos.
Nos enfrentamos diariamente a los problemas derivados de esos rieles por los que la vida cotidiana discurre y nos preguntamos frecuentemente, ante los devenires actuales que nos aquejan, de dónde vienen nuestras incomodidades, los dramas personales, familiares y sociales en los que estamos inmersos, para descubrir que, aunque pudiera no parecerlo, nuestros males son antiguos y sus consecuencias también. Hoy, como antaño, nada hay nuevo bajo el sol.
En nuestra era, especialmente preocupada por la modernidad, por seguir todos un determinado patrón (excluyendo aquellos que son diferentes, claro, porque de eso va la nueva tolerancia), por homogeneizar nuestros gustos y prioridades, por movernos más y más en pro de un consumismo que ya no incluye sólo productos materiales, sino también experiencias, relaciones e, incluso, personas, la “autenticidad” es, sin duda, uno de los valores que también mueven nuestro mundo.
Puesto en marcha en el engranaje de cada uno de los restantes valores imperantes hoy en día, como el hedonismo, el individualismo y el materialismo, es una verdadera bomba de relojería.
En la línea de manifestarnos verdaderamente “auténticos” es donde se cometen más que a menudo las mayores tropelías, se sufren los mayores dramas, eso sí, habiendo antes producido una conveniente cauterización de la conciencia del “auténtico”, que antepone todo lo que tiene que ver con él mismo por encima de todo lo bueno, justo, amable, respetable y defendible que los demás tengan o sean.
Es decir, lo “auténtico” según el mundo hoy resulta estar demasiado cerca de lo “egoísta” de toda la vida. Porque el hecho de que le pongamos un nombre más “resultón”, de repente no convierte el egoísmo en virtud. Significa llamar a lo bueno malo, y a lo malo bueno, algo de lo que ya nos advirtió sobradamente el profeta Isaías hace muchos siglos.
Así las cosas, ser auténtico para el hombre y la mujer de hoy significa no negarse nada, ser “sincero” con una verdad sin amor por encima de cualquier cosa o persona. Implica dejar de lado cualquier clase de “sentimentalismo” (que no es más que lo que otros llamamos empatía, sentido común, o miramiento hacia las necesidades del otro, del próximo, del prójimo, lo cual está completamente ‘old fashioned’, es decir, pasado de moda).
Confundimos hipocresía con ser sacrificados y amables. Porque, efectivamente, ser generoso y desprendido cuesta, es contra natura dado lo podridos que estamos por dentro, pero inmersos como estamos en la cultura del no esfuerzo, eso no cuenta como algo positivo, por supuesto. Ser bueno es de tontos. Lo importante es ser auténtico.
Consecuencia primera: los demás se ven obligados a aceptar nuestro peor yo, porque el concepto de abnegación o entrega lo hemos desterrado de nuestro vocabulario y de nuestro repertorio de conducta. Sin embargo, en nuestra más absoluta incoherencia, seguimos esperando de los demás (porque es algo que apreciamos, no seamos ahora verdaderamente hipócritas y lo neguemos) sí sean generosos con nosotros.
Lo que se ha dado en llamar toda la vida, por cierto, la ley del embudo: la parte ancha para mí y la estrecha para los demás. Y esto es la pescadilla que se muerde la cola, porque cada mal gesto del otro en pro de su autenticidad constituye la perfecta excusa para que yo también sea igual de egoísta la próxima vez. Y así hasta el infinito, o hasta llegar a la sociedad que entre todos hemos construido.
Consideremos, entonces, a la luz de esta “maravillosa autenticidad” que defendemos, si verdaderamente nos trae tantos beneficios como comunidad como nos creemos. O quizá no lo creemos porque, siendo verdaderamente auténticos, nos da francamente lo mismo que el mundo se caiga por un precipicio mientras nosotros hayamos podido salirnos con la nuestra, mientras nuestras inquietudes inmediatas estén cubiertas, y además, respaldadas por la mayoría. Nunca antes se había difuminado tanto en la masa la responsabilidad individual como ahora.
¿Acaso nuestras emociones y sentimientos, nuestras ventoleras de carácter o nuestros caprichos son más auténticos que nuestras responsabilidades? ¿Son más auténticas las nuevas relaciones que establecemos que las antiguas, con las que quizá habíamos realizado pactos de por vida que no deberían romperse a capricho? ¿Acaso se es más auténtico cuando se dice una verdad a bocajarro que cuando se dice con franqueza pero con afecto y empatía a la vez? ¿Se es más auténtico agrediendo que queriendo, siendo negligentes que atendiendo? ¿Puede explicarme alguien cómo la entrega o el sacrificio han pasado de ser virtud a ser consideradas hipocresía o algo muchísimo peor, pura y soberana estupidez? ¿Y cómo muchos cristianos, rescatados por sangre, hemos venido a creernos toda esta basura y a integrarla en nuestra forma de comportarnos unos con otros?
Llevando este asunto aún más a nuestro terreno, me preocupa cómo somos los cristianos capaces de casar estas cosas con un Evangelio en el que el corazón del mensaje es Dios mismo hecho carne y sacrificado hasta la muerte en la cruz. Ser auténticamente cristiano implica auténtico sacrificio, como no podría esperarse menos de aquellos que han sido salvos por el Sacrificio por excelencia. Lo contrario resulta, perdonen mi torpeza, porque no lo entiendo, auténticamente inexplicable.
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