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La muerte de la muerte

Si hemos sido injertados en la muerte de Cristo, también lo seremos en la de su resurrección, para vivir una vida nueva que nunca muere, y da los frutos de la vida.

REFORMA2 AUTOR Emilio Monjo 13 DE SEPTIEMBRE DE 2015 14:00 h

Aunque sea solo para recordar que John Owen, el gran teólogo (era mucho más, pero así vale), nació este año hace 400, conste una de sus obras: La muerte de la muerte en la muerte de Cristo. Óptima, como tantas del autor. Y me vino a la memoria al poner el título que me pareció adecuado de la explicación de nuestro Antonio del Corro sobre nuestra muerte y su muerte para no morir jamás.



Con gran pericia didáctica coloca Corro al final de su Comentario dialogado de la carta a los Romanos (en latín, Londres, 1574) el resumen de toda la epístola en las imágenes de un tipo de injerto. (Las figuras están incorporadas como grabados.) Esos grabados los puse en la portada de la traducción que se editó dentro de la colección Obras de los Reformadores Españoles del siglo XVI. [Aviso, aviso; ahora esa colección la editará, d. v., con nuevo formato, el Centro de Investigación y Memoria del Protestantismo Español, CIMPE. www.memoriaprotestante.net] En la contraportada se describe, junto a algunas frases del autor, su talante y motivo de la obra. Se lo recuerdo: “Que todos puedan acceder al conocimiento. Libertad de conciencia y de palabra. Por eso luchó siempre el sevillano Antonio del Corro, paladín de la libertad por la acción de la Escritura. Con ese fin editó en 1574 este comentario a la Carta a los Romanos que, traducido ahora del latín, es un tesoro de la fuerza para la libertad: palabra de la integridad humana nutrida de la vida que la Palabra divina otorga al seco árbol de la existencia”.



La traducción, reconocida excelente, y la presentación que hace Francisco Ruiz de Pablos son realmente un ejemplo de trabajo realizado con fidelidad. Se incluyen las observaciones que el propio Corro hace sobre su experiencia como exiliado (exiliado del lenguaje, su castellano, como algo de lo más penoso). Suponen, en mi opinión, un resumen de la Historia de nuestra Reforma, y su carácter, la que procuramos recobrar. También una confesión de fe, para defender su modelo “calvinista” de teología. (¿Pero no dejó Corro el calvinismo para entrar en la Iglesia de Inglaterra? No. Precisamente, en ese tiempo y lugar, todo lo contrario; había que “demostrar” el calvinismo para estar en los lugares de docencia. Así es, aunque algunos prefieran otra historia.)



Y llegamos al injerto. Lo refiere no en el sentido del conocido del capítulo 11 de la carta, sino al que se presta del capítulo 6. Si hemos sido injertados en la muerte de Cristo, también lo seremos en la de su resurrección, para vivir una vida nueva que nunca muere, y da los frutos de la vida. Ahí se encuentra, de modo muy sencillo, la profunda teología práctica de que, por un lado, hemos sido creados en Cristo Jesús en la justicia, santidad y verdad. No tenemos, pues, arruga, ni mancha, ni de qué avergonzarnos. Una obra perfecta porque es perfecto el Redentor. Pero por otro, tenemos un viejo hombre, una carne que se rebela, etc. El modelo del injerto explica la situación.



Todos, judíos o gentiles (como lo expone Pablo en la carta), estamos muertos. No hay salvación. Todos somos árboles muertos, que solo producen frutos de muerte. Así quedó el huerto por el pecado: solo hay pecado. Pero ahora suena la pisada del Hortelano, que ya anunció esperanza en el mismo sitio de la muerte por la simiente de la mujer. Ve a todos los árboles, y no puede más que sentir la repulsión de su justicia, y su ira se manifiesta: todos están para ser quemados, pues no hay frutos. Todos por naturaleza murieron en aquel Adán primero. Ahora otro Adán postrero, no por naturaleza, sino por voluntad, trae la vida. Y el Hortelano, que conoce porque los conoció desde el principio (pongan, si quieren, la eternidad, así lo dice la Escritura) a sus redimidos (pongan, si quieren, elegidos, así lo pone la Escritura), los nombra no como árboles muertos para el fuego, sino como hijos para salvación, por el Hijo Salvador. A los que conoció, les corta algunas ramas, y los deja en el tronco (esas ramas se secan, son nuestra existencia, nuestra aportación, nuestra basura, que algunos piensan que es gloriosa, y se atreven a poner esas obras en la misma balanza que la del Hijo de Dios: son los hijos de su padre, ya saben, el mentiroso), y a ese tronco, por la sola acción del Hortelano, Dios por su Espíritu, le coloca una rama nueva, y la clava. Oh grandeza. Y ahora ve a ese árbol con el nombre de la rama nueva, la que es justa y no muere, la que da todos los frutos, en la que él tiene complacencia. Ya ese árbol, tú y yo, los redimidos, aunque seguimos con el tronco de muerte, nuestra condición, nuestra miseria, ya no estamos sin fruto, porque los tiene la rama. No hay condenación para los que están en Cristo Jesús.



Y esos árboles nuevos, porque así es su nueva condición, renacidos, ya no tienen su “vida” de la carne, sino del Espíritu. Están con Cristo en los lugares celestiales, victoriosos. Así los ve y anota el Hortelano, el libro de la vida, su elección, su decisión.



Qué gozo de Dios; qué gozo de la rama, Cristo, al entrar en la vida del que llevó en otro árbol de muerte y juicio, la cruz. Todos los árboles tiene la misma muerte, a todos los redimidos: sí, los rescatados, tienen la misma vida: la rama, el Cristo resucitado. Antes tenían pintas diversas en su muerte, era su cultura, nación, lengua, etc. Ahora esas pintas quedan como restos de su condición, pero renovadas por la acción vivificadora del Espíritu, la savia de esa rama que ya es parte del tronco, tan parte que lo define.



Ahora tenemos, por nuestro Antonio del Corro, esta sencilla explicación de la profunda teología práctica de la redención. De cómo, siendo y existiendo como pecadores, con nuestro tronco, nuestro cuerpo de muerte, también somos justos, limpios, santos. Todo en la rama, en el Cristo, no se olvide. En él estamos perfectos y completos.



Los nutrientes que antes eran para fuerza del tronco de muerte: nuestros miembros y circunstancias, ahora son para vida, instrumentos de justicia. Antes el pecado señoreaba, ahora lo hace la gracia. Ahora afloran las obras de la fe, los frutos del Espíritu.



Y así es el camino de la fe, el fructificar de la nueva vida. Pero, en ese caminar, también suena en ese huerto de nuestra existencia: miserable de mí. Sí, miserable de mí. Porque en este cuerpo que tiene vida eterna, también aparecen los frutos de la rebelión todavía, y nos acompañan hasta la muerte (física). Por un poco de tiempo.



El que está en Cristo es criatura nueva, lo pasado pasó.



La próxima semana, d. v., por aquello de que Antonio del Corro, y tantos de los nuestros, fueron exiliados, refugiados (así es nuestra Reforma española), pondré algo de los refugiados.


 

 


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