Nuestra existencia se sostiene sobre la acción y la gracia de un Dios soberano que, a pesar de nuestra infidelidad, no nos deja en vacaciones.
El tiempo vacacional es un tiempo extraño. Todo cambia: las rutinas, los espacios, las relaciones personales y cuánto y cómo nos dedicamos a ellas. También es o puede ser, en ese ámbito de las relaciones, un tiempo especial para pasar con Dios, buscándole, escuchándole, conociéndole más y mejor. Aunque para muchos cristianos, el tiempo vacacional suele suponer también “descanso de Dios”, pensando que eso existe.
Quizá mucho de esto tiene que ver con esa visión tan parcial y descompuesta que tenemos de aquellos ámbitos donde Dios puede entrar y de aquellos donde, simple y directamente, le dejamos fuera. Aunque, siendo del todo honestos, le dejamos fuera para lo que nos interesa, ya que, si verdaderamente fuéramos conscientes de hasta qué punto es Dios mismo quien sostiene nuestras vidas, incluso en el detalle más pequeño, nos daríamos cuenta de que dejarle fuera significaría algo tan simple y tan dado por hecho como dejar de respirar, por ejemplo.
Nuestra existencia se sostiene, en cada minúscula brizna, sobre la acción y la gracia de un Dios soberano que, a pesar de nuestra infidelidad, no nos deja en vacaciones. Y no me refiero a ir más o menos a reuniones de iglesia o a participar activamente o no de campañas evangelísticas. No me refiero, en ningún caso, a actos religiosos de cualquier tipo, que pueden estar muy cerca, pero en ocasiones también muy lejos del corazón de Dios.
Hablo en realidad de estar cerca de Dios mismo, de buscar relacionarnos con Él íntimamente, de vivir a Su amparo permanente, a cada instante, en la convicción consciente de que Él está presente en cada momento de nuestra vida, sin excepciones, y que quiere implicarse en ella, cambiándola por completo para hacernos más y más como Cristo.
Recordarle sólo cuando nos interesa o nos conviene, apartarle cuando, aunque sea a ratos o temporadas, preferimos vivir como si Él no estuviera, libres de compromisos o de sentir que tenemos que “cumplir”, es no haber comprendido nada.
Significa que seguimos utilizándole, viviendo nuestras vidas cristianas desde nuestras propias obras, desde una idea religiosa de “cumplir” que para nada sirve, porque Dios no mira en esa dirección. Al contrario, aborrece nuestras mejores obras como trapos de inmundicia. ¡Cuánto más cuando se trata de simplezas religiosas que a nadie engañan sino a nosotros mismos!
El tiempo de descanso de todo lo demás no puede incluir un tiempo de descanso de Dios. Más bien habría de llevarnos a, retirándonos del mundanal ruido, encontrarle en cada montaña, en cada ola del mar, en cada brisa de verano… También en el rostro de aquellos con los que hemos sido obsequiados como familia y amigos, despertando en nosotros, a pesar de las dificultades que atravesamos, de las difíciles relaciones de unos con otros, el profundo agradecimiento de quien se sabe rescatado, agraciado, y sostenido por un Dios que no descansa, que no se cansa tampoco de hacernos bien, que no se toma jamás vacaciones de nosotros.
Cuando nos hacemos conscientes, fuera de la vorágine del día a día, de cuán cerca está el Señor de nosotros, cuando hablamos con Él constantemente, cuando dejamos de permitir que las prisas nos lleven por delante y contamos con Él a cada paso, podemos empezar a entender algo de lo que significará vivir en un mundo renovado en el que la presencia de Dios se hará constantemente palpable en todas las cosas y en que nuestras vidas tomarán la dirección en la que verdaderamente hemos sigo llamados, una dirección que podemos empezar a apuntar aquí, pero no, desde luego, “ausentándonos”” de Dios.
Nuestro acostarnos y levantarnos se produce en el abrazo de un Dios cercano, que vela nuestros sueños, nuestros proyectos, y que decidió antes de nuestra propia formación no desentenderse de nosotros ningún día de nuestra vida. Él es la constante de la que no podemos prescindir, ya sea en tiempo de descanso o de actividad. Perdernos eso significa perdernos la vida misma, una vida en mayúsculas en la que Dios es el todo en todo. Y qué mejor, en vacaciones y fuera de ellas, poder decir, como dijo el salmista, “…Despierto, y aún estoy contigo…” (Salmo 139:18b).
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