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O lo toma, o lo deja

El Evangelio de las ofertas nos ha invadido; hemos puesto a competir “nuestro producto” con una infinidad de otros cuando nuestra estrategia debería ser la de Jesús.

EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 30 DE AGOSTO DE 2015 10:20 h
jesus salva Cartel de


El tiempo se ha cumplido, y el reino de Dios se ha acercado; arrepentíos, y creed en el evangelio (Jesús, en Marcos 1.15)




No soy un televisiólico pero cuando encuentro algo bueno sea en el campo de la literatura, de la ciencia, de la música e incluso del deporte; algo que demuestre que va más allá del simple entretenimiento vacío-visual, me quedo.



Uno de estos programas que me ha capturado tiene como título “El socio”. No sé dónde se origina, ni quién es el actor principal ni si es realidad o ficción. Lo que sí sé, porque es evidente en el desarrollo de cada historia, es que el socio se relaciona con negocios que van por mal camino y a los dueños les ofrece su ayuda para elevar las ventas, cancelar deudas y tener ganancias reales más allá de, simplemente, “ir saliendo”.



Les ofrece asociarse con ellos, les muestra las áreas en que el negocio está fallando, les dice sobre qué base las cosas mejorarán, les extiende un cheque para revitalizar el negocio, les da a conocer el porcentaje de las ganancias que reclamará y les pide como condición manejar la empresa en calidad de dueño absoluto hasta que “la barca” se haya estabilizado y haya encontrado su rumbo. Durante ese tiempo, él será quien tome las decisiones incluyendo la reubicación o el reemplazo del personal, el control y uso del dinero, el aprovechamiento del espacio físico, la agilización del plan de ventas; en una palabra, está tan seguro de lo que hace, que echa sobre sus hombros todas las consecuencias. Y la gente termina aceptándolo como a alguien que les ha caído del cielo.



Mientras expone, discute, pregunta, revisa los estados financieros, señala las fallas y ofrece los cambios que harán del negocio una empresa próspera, crea una verdadera tempestad en las mentes de los demás. Lo escuchan, lo rebaten, se enojan, se van del lugar dando un portazo, se resisten a perder el control y dejarlo en manos de un desconocido pero los argumentos del socio, cheque incluido, terminan convenciéndolos. Y aceptan.



No sé por qué veo en este acercamiento del socio a la figura de Jesús, la figura de la iglesia y la que debiera ser la de todos aquellos que, como aquel socio, hemos recibido el mandato de ir por el mundo con el Evangelio de Jesucristo en la mano y la bondad de lo que ofrecemos a flor de labios.



Después de todo el proceso y como cierre inapelable, el socio dice: «O lo toma, o lo deja». La mayoría lo toma. Algunos, lo dejan. Es una frase cortante, categórica, que no da lugar a dubitaciones. Ni a componendas. («El sembrador salió a sembrar buena semilla; parte de ella cayó junto al camino y llegaron los pájaros y se la comieron; otra parte cayó en terreno pedregoso, pero parte de ella cayó en buena tierra y la cosecha fue hasta de un cien por ciento» (Mateo 13).



¿No le parece a usted que la iglesia ha perdido el rumbo? Las estrategias publicitarias se nos han metido dentro de la iglesia. Hemos hecho del Evangelio un producto al que hay que publicitar para que la gente lo compre. Para poder convencer a los «clientes», les ofrecemos regalitos como los vendedores de automóviles que garantizan gasolina gratis durante un año; o acumulación de millas a los clientes si viajan en determinada empresa aérea; o pague uno y lleve otro gratis. Estuve almorzando un día de estos en un restaurante de pueblo, humilde pero con comida sabrosa, comida proletaria. Al pagar y al recibir el cambio, éste venía con un confite; era como si me estuvieran diciendo: «vuelva, amigo».



El Evangelio de las ofertas nos ha invadido; hemos puesto a competir «nuestro producto» con una infinidad de otros cuando nuestra estrategia debería ser la de Jesús. «O lo toma, o lo deja». Jesús, el Jesús que vivió entre nosotros y que recorrió, a pie, los polvorientos caminos de Galilea, no andaba tratando de convencer a las gentes que le compraran su producto. Exponía, llamaba al arrepentimiento y seguía su camino. «El que tiene oídos para oír, que oiga», decía.



Si la iglesia —o parte de ella— entró al mundo de los negocios como pareciera que ha venido ocurriendo, debería tener ejecutivos (¿en lugar de pastores?), mercadotecnistas en lugar de juntas de diáconos, locales abiertos al público en lugar de claustros privados donde nos encerramos para alzar los brazos en una alabanza muchas veces antropocéntrica mientas afuera, la juventud deambula del cigarrillo a la marihuana, de la marihuana a la cocaína, de la cocaína a la piedra y, muchas veces, de la piedra al cementerio. Para no hablar de los embarazos a los trece años. Un balazo a quemarropa y un muchacho de 17 años, desangrándose en la vereda de una calle cualquiera mientras 20 metros más allá, los hermanos no paran de cantar.



Estuve un día de estos en un balneario popular famoso. Caminando por la calle principal, me encontré un letrero en medio de cientos de otros que promocionan sus productos, anunciando una iglesia evangélica. Busqué el local y después de no poco esfuerzo, lo encontré como a cien metros al fondo de una propiedad a oscuras, llena de matorrales y de cercos con alambre de púas. Allá al fondo divisé una casa con luces encendidas y un grupo de personas danzando felices, brazos en alto y cantando «coritos». Quise llegar hasta allá con mi auto y no pude. Tuve que dejarlo a medio camino y seguir a pie.



Hace muchos años, mi amigo el pastor Ángel C. Bonilla, en una visita que hizo a Chile, dijo en una prédica: «La iglesia debe adorar de espaldas a la cruz pero de cara al mundo». Aquella iglesita del balneario, adora de cara a la cruz y de espaldas al mundo desentendiéndose del tráfico de drogas, del abuso de bebidas embriagantes, de jovencitas que por veinte mil pesos se van a la cama con cualquier turista.



El socio, como Jesús, se enfrenta a los errores, a las fallas, a las ineptitudes, a los fracasos y a las casi seguras bancarrotas. Él, como Jesús, no ofrece caramelitos ni acumulación de millas, ni compre uno y llévese el otro gratis. Él mete la mano donde más duele, donde está el problema y, como Jesús, ofrece la solución. O lo toma, o lo deja.



Cuando yo era un jovencito (¡claro, eran otros tiempos!) los sermones del domingo en la noche en mi iglesia eran evangelísticos. Y el pastor no dejaba pasar una noche sin invitar a los inconversos e incrédulos a aceptar a Cristo. Y las noches de domingo en mi iglesia eran noches de auténtica alegría porque «hay gozo en el cielo [y entre nosotros] cuando un pecador se arrepiente». En una de esas noches, precisamente, el brazo largo y amoroso de Dios me alcanzó también a mí. Hoy día, la tendencia es encerrarnos dentro de cuatro paredes y darnos cuatro gustos brincando y alzando los brazos, mientras afuera, la gente sigue marchando rumbo al infierno sin nadie que les muestre el lado bueno de la vida.



Hace unos años, estando de visita en Madrid con mi esposa, decidimos ir a una iglesia un domingo en la mañana. Entramos junto con los pocos que iba llegando, ubicamos dos asientos desocupados y nos sentamos. Que nadie nos diera la bienvenida ni nos preguntara quiénes éramos ni nos saludara como realmente ocurrió, no es lo que quiero destacar en este párrafo. Lo que quiero destacar es que, cuando se anunció el comienzo del servicio, se cerraron las puertas de la calle. ¡Sí, como lo lee! ¡Cerraron las puertas! (Claro, dirán algunos: España es España y América Latina es América Latina!)



La iglesia debe seguir la estrategia de Jesús. Sin ruegos, sin concesiones, sin pagos en cómodas cuotas mensuales, sin regalitos, sin ofertas. Sin conciertos ni show musicales. Jesús, como el socio de nuestra historia, fue al punto. Metió la mano en la llaga y cerró el trato con un simple pero categórico: «¡O lo toma, o lo deja!»


 

 


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