Las guerras carlistas incluían aspectos locales, como la pervivencia de fueros y costumbres, pero nunca se hubieran producido sin la acción prevista y provista del papado.
Una de las señas de identidad del XIX son las guerras carlistas, así llamadas por el hermano de Fernando VII frente a la posición de la regente y su hija Isabel II. Se cuentan tres y ocupan desde 1833-40, 46-49 y 72-76, con algunos otros intentos y pactos. Fueron guerras civiles.
La otra guerra civil, la más recordada, desde 1936-39, tuvo los ingredientes propios de las anteriores, aunque ya no con problemas dinásticos.
Esas guerras civiles fueron guerras de religión. Los Estados Pontificios contra las Españas, aunque la propaganda era que la “España” de verdad, la buena, la tradicional, era la representada por los Estados Pontificios, frente a la “disgregadora”, revolucionaria, la de los liberales hijos del libre examen.
En Italia, esos Estados Pontificios, que se iban a pique cuando se formalizaba la autoridad papal universal en el Vaticano I, se redujeron al Estado donde estaba el Pontífice, como ahora (esa es la definición del Estado Vaticano), aunque con la concesión de legitimidad por el fascismo en el 29. Sin tierras, pero con la triple corona como dogma. Una nueva época, donde se impone la propaganda, el modelo sofista en política para apuntalar al Emperador Mundial sin tierra (tierras de las que lo habían expulsado sus habitantes, durante siglos bajo su señorío).
En la España del XIX el papado, con las armas, por medio de la violencia, pretendía asegurar su presencia e influencia. Las guerras carlistas incluían aspectos locales, como la pervivencia de fueros y costumbres, pero nunca se hubieran producido sin la acción prevista y provista del papado. Fueron guerras civiles en España producidas por los soldados de Roma, que eran, claro está, también españoles. Pero su bandera era la papal. Su lema, patria y tradición: su patria era la romana implantada aquí, eso supone “su” tradición. Su grito: viva la santa inquisición.
Se debe atender a un dibuje recurrente. En medio de esos enfrentamientos, de un bando y de otro, se perfila el modelo de la Antigua, que siempre permanece. Permitan una comparación con las independencias de las naciones en América. Se liberan de la corona de la monarquía española, pero siguen bajo la vaticana. Lo consigue la antigua por su voz, sus voces. Tiene cantores en todos los coros. Nunca pierde. Como la Antigua, su madre/padre, nunca pierde el tiempo. Si un cantor da el cante de facción evidente, tienen otros de otras facciones. Vaya, que tienen cantores con los dictadores, y con los movimientos de liberación. Unos visten de un modo, otros de otro, cantan con tonos diferentes, según convengan, pero al final siempre está el Vicario. (Los de la teología de la liberación son un ejemplo, no único.)
Por supuesto, todos esos soldados de Roma, con formas tan en apariencia contrarias, luchan en favor del “pueblo”. Por Dios y la felicidad del pueblo; me parece que era una de las proclamas de los soldados de los Estados Pontificios aquí en el contexto que nos ocupa. El discurso, que ya he avisado, debemos estar alerta por sus artimañas (harán mercadería de vosotros con palabras infladas), era elocuente en la defensa de los valores de la civilización cristiana (=intereses terrenos papales, no se confundan, que ahora siguen con la misma canción.), con su familia tradicional y buen orden jerárquico. Que quede claro, lo que sigue claro es que esto supone la defensa del Vicario, que todos deben defender “la gloria de Dios y la felicidad del pueblo, sus criaturas”; ¿quién no se apunta? Cualquier otra política es ilegítima. De modo que aquí tenemos ya el argumento de guerra y acción violenta: unos con los tiranos, otros con los rebeldes a los tiranos, pues ambos son ilegítimos desde cada punto de vista. Con el tirano y el guerrillero, la sombra superior de los siervos de la Antigua.
Para esos Estados Pontificios, papales, no debe haber una política de libertad nacional. La libertad nacional sólo se obtiene como sumisión al bien supremo: el papado (ya se sabe). Por eso los protestantes complicaron la vida de los pueblos, pues los consideraron autónomos. Ya no eran soldados de Roma, ni su política supeditada al Vicario: eso es la ruina de la civilización cristiana. Ese es el pecado imperdonable de la Reforma.
Que ya dejamos el XIX y nos vemos en el nuestro, con el lastre del XX. Las guerras de los soldados de Roma, defensores, por supuesto, no de intereses “extranjeros”, sino defensores de lo nativo, lo popular, la procesión del pueblo, y si sale alguna aparición, mejor. España es súbdita del papa, o no puede ser. Para evitar el desorden revolucionario, que nace del liberalismo democrático del Estado Moderno, se deben despertar las conciencias para ver el tiempo en que se vive, que estos defensores del papado tienen aquí, o donde estén, un encargo de salvar la civilización, aunque si los enemigos son pertinaces, sea necesario por las armas, por la guerra, pues este deber es una “cruzada”. Cruzados de Roma en las guerras carlistas; los mismos, con la misma motivación, con el mismo discurso, en la del 36 aquí, y luego en el franquismo con su dictadura.
La guerra civil del 36 no tiene una causa única, pero es imposible sin la presencia del papado y la defensa de sus intereses. No solo por el papado, pero imposible sin su participación activa desde el principio, y de los años anteriores, que vienen del XIX.
Vivimos todavía de los efectos de la llamada Transición. El papado sigue. No como en el franquismo, que era su brazo de actuación (brazo mutuo, la dictadura sostiene al papado, y viceversa). La democracia vino, el papado se quedó, con sus valores de defensa de la civilización cristiana (=papal, recuerden). El papado tenía sus cantores en los nuevos coros. Eso sí, se muestran algunas figuras del canto de la dictadura, que ya no deben seguir en primera fila; ahora los cantores son los de las asociaciones de obreros, los sindicatos, etc. Están en las parroquias; esos son los buenos españoles; no creen en los curas, por supuesto, aunque el suyo, ése sí. Los soldados de Roma, con nuevos batallones.
Por supuesto, esta situación es internacional también. Con Estados Unidos mirando el mapa, vienen a modernizar la casa. No quieren tratar con gobernantes cuarteleros; ahora toca tratar con los de escuelas de negocios. Ya están por ahí los tecnócratas del Opus. Se puede ser de un lado o de otro, pero siempre queda la procesión, la romería. Eso es de la tradición. ¿Les suena?
El mismo papado, aunque ahora con un Vaticano II, que dicta el discurso de los nuevos tiempos para que se adapte a los tiempos en los que se necesitan nuevos cantores, se queda en la silla. Cambia las caras, pero no el asiento. ¿Se acuerdan de Tarancón?
Con el Vaticano I no había opción “ecuménica”, con el II es una vía de propaganda. Y tantos listos útiles cayeron en la red. La libertad religiosa es ahora un modo de canto vaticano, incluso (seguro que imagina que la Historia no la lee nadie) el papado se presenta como su defensor. Y tantos listos útiles se lo creyeron, y cayeron.
Lo que pasaba en el XIX, pasó en la Transición. Al fin y al cabo, estamos en las mismas Españas. El cristianismo papista, con sus sentimientos supersticiosos populares, tradicionales, deben conservarse. Una cosa son los curas carcas, que le pueden valer a un sector de la sociedad, pero que no sirven para el bien del común, a los cuales se deben poner en su coro propio, pero de ahí a rechazar al papado como entidad de poder e influencia eso es harina de otro costal.
Y se pusieron los nuevos soldados de Roma, los políticos de izquierda, derecha o centro, a tejer el nuevo vestido. (No pocos se formaron con gente de coro papal.) Formaron una Constitución, que está bien, pero que conserva al papado. Y tantos listos útiles se ocupan en apuntalarlo con sus actuaciones de su brazo, o bajo su pie, en procesión de defensa de “valores”.
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