Hacer el bien es una forma potente y absolutamente bíblica de mostrar a otros aquello en lo que creemos.
Pensaba hace unos días en lo complicado que resulta hacer el bien en tiempos como estos. No sé cómo serían épocas anteriores, aunque intuyo que no mucho mejores a la luz, incluso, de los muchos escenarios que las historias bíblicas nos describen: tiempos convulsos, en que todo parecía estar del revés y en que, los cristianos, como no puede ser de otra manera, no parecían encajar por ninguna parte.
Porque nuestro diseño no está destinado a encajar, sino a todo lo contrario, a marcar una diferencia en todos los sentidos posibles, a ser una luz que brille en medio de un mundo marcado por la oscuridad.
En muchas ocasiones pensamos, ingenuamente, que si verdaderamente nos amoldamos al mundo en el que vivimos, seremos mejor aceptados como creyentes. Digo “ingenuamente” porque esto nunca funcionó, ni en el pasado, ni en el presente.
Lejos de que esto suceda así, lo que suele ocurrir es que finalmente no nos identificamos tanto con el Evangelio que decimos creer (quizá teóricamente sí, en el mejor de los malos casos, pero no en nuestra conducta, con lo cual al final somos cristianos disfrazados porque, en el fondo, tampoco nos convence del todo nuestro verdadero traje o, sencillamente, sabemos el efecto que causará en quienes nos rodean y no nos interesa para nada).
Eso nos lleva, lo miremos por donde lo miremos, a terminar llamando a lo bueno malo y, a lo malo, bueno, porque la misma fuente no puede dar dos tipos de agua y porque descubrimos, sin mucha tardanza, que no se puede agradar a todo el mundo porque nunca llueve a gusto de todos.
Hacer el bien es una forma potente y absolutamente bíblica de mostrar a otros aquello en lo que creemos, pero no es infrecuente que hagamos el bien con motivaciones y objetivos equivocados. Bienintencionados, probablemente, pero equivocados también, o quizá incompletos.
Sin embargo, somos llamados para buenas obras y la motivación que las mueve es importante que sea la indicada, la correcta, porque de otra manera abandonaremos el barco con mucha rapidez.
Si perdemos de vista que este mundo en el que vivimos no reconoce lo bueno porque lo bueno es llamado malo y lo malo bueno, si nos olvidamos de que hacer el bien principal y básicamente trae gloria al nombre de Quien nos salvó a precio de sangre, si no entendemos que procurar el bien de los que nos hacen mal responde al corazón mismo del Evangelio y les puede llevar, quizá no a convencimiento de pecado, pero sí a hacerse preguntas que el Espíritu se encargue de contestar (aunque en muchas ocasiones les lleve, como a los judíos del tiempo de Jesús, a crucificarnos), perderemos la esencia de lo que significan las buenas obras en la vida del cristiano.
Las buenas obras no nos salvan, no nos dan la vida eterna, pero nos salvan de nuestro propio ego en muchas ocasiones, de nuestros egoísmos y motivaciones vacías, demasiado parecidas a las del mundo que nos rodea. Esas obras mal aceptadas desde fuera nos recuerdan, aunque sea someramente, algo de lo mucho que Jesús tuvo que soportar frente a un mundo que ni le entendió ni le entiende.
Pero sobre todo, son la respuesta obediente de quien se sabe salvo, no por obras, sino por la maravillosa gracia de Quien quiso vernos más allá de lo que nuestras obras merecían.
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