(A Eugenio Orellana)
Nunca ha sido mi fuerte escribir acerca de personas. En realidad, en cuanto a escribir, no tengo ningún "fuerte" porque jamás he aprendido a hacerlo como quisiera. Sólo soy un reportero al que le gustan los hechos; que vive encima de ellos; vibra con ellos; que los sufre, los disfruta; que se alimenta de hechos. Para un reportero, la noticia es su pan de cada día; sin ella, se muere.
Pero hay veces en que uno se ve obligado a decir algo acerca de alguien. Y no es que se trate de su cumpleaños, de su casamiento, o porque hubiera sufrido un accidente. No. Simplemente se trata de destacar las cualidades especiales de una persona especial.
Y esta de la cual voy a hablar ahora no es otra que El Escribidor, como alguien le puso a modo de seudónimo a Eugenio Orellana Salazar; sí, el mismo que escribe en Protestante Digital. Periodista, escritor, evangélico, y por añadidura, mi amigo desde hace casi cincuenta años cuando juntos corríamos tras la noticia allá en Temuco, capital de La Frontera.
En todo ese largo tiempo no me di cuenta del verdadero valor de Eugenio. No me refiero a un valor como para ofrecerse de voluntario para ir a pelear a alguna guerra irracional; o como para trenzarse a golpes con un campeón de boxeo profesional. No. Este es un valor que se expresa en una profunda fe cristiana que le ha moldeado el espíritu y ?según él mismo confiesa?, lo ha hecho ser quien es. Es posible que sea como él dice, aunque para mi modo de ver las cosas su valor se expresa más claramente en el amor; amor real, sentimiento de hombre que va más allá de la muerte.
Y tiene cómo demostrarlo.
No hace mucho, el 27 de abril, para ser más preciso, llegó a nuestra casa en Angol (Región de la Araucanía, 660 kilómetros al sur de Santiago, algo más de 50 mil habitantes, importante centro educacional del sur de Chile) donde ya había estado antes. ¿Por qué y para qué llegó? Para visitar a su amigo y porque al día siguiente, 28 de abril, a las 10 de la mañana, le rendiría un homenaje póstumo a su esposa, Cire Castillo Sáez, egresada de la Clase 1953 de la Escuela Normal ?hoy desaparecida?, que preparaba a las mejores maestras primarias que ha conocido la región. Cire fue una de ellas.
Como nos había avisado sus intenciones con el debido tiempo, con Yoly, mi mujer, hicimos algunos contactos y los preparativos correspondientes para que el homenaje resultara como Eugenio lo había pensado. O por lo menos parecido.
Estuvimos, sin embargo, a un tris de que todo se viniera abajo cuando en la tarde del día 27, Eugenio comenzó a sentirse mal. El cambio de clima (acostumbrado a los más de 30 grados de Miami, y ese día estaba raramente fresco en Angol), o algo que comió, lo enfermó. Tiritones, gastroenteritis, palpitaciones, mareos, etc. Lo cierto es que estuvimos a punto de llevarlo al hospital. Yo era de la idea de llamar a los invitados, explicarles la situación y suspender la ceremonia. Pero Eugenio se opuso drásticamente. "Tenía" que estar bien para el día siguiente.
Yo no sé qué hizo para lograrlo; en qué forma le rogó al Altísimo para que le diera la fuerza suficiente. No podía fallarle en el último minuto a su mujer (fallecida en Miami el 9 de noviembre de 2014). El hecho es que amaneció más que regular. Desayunó bien y caminó por la casa varias veces con paso firme y ánimo más que dispuesto. Para él y para nosotros, era suficiente con eso.
Y la ceremonia se hizo. Se hizo por amor, por el amor de un hombre que luego de 56 años de matrimonio perdió a su esposa, y que viajó miles de kilómetros, desde Miami, en Estados Unidos, hasta Angol, en el sur de Chile, para depositar una ofrenda floral y una pequeña placa recordatoria a nombre suyo y de sus hijos al pie de una alegoría a la maestra, erigida en el antejardín del edificio que ocupaba el establecimiento, donde hoy funciona el Liceo Bicentenario "Enrique Ballacey".
Una actitud como la suya; una decisión como la suya, creo que no la tiene ni la toma cualquiera. Sólo alguien especial, como Eugenio. Y esto fue reconocido en el mismo lugar por el director de la Sede Angol de la Universidad de la Frontera, profesor Marcelo Carrere; por el director del liceo, Luis Gallardo, y por dos ex normalistas que habían sido compañeras de curso de Cire Castillo.
"Una muestra de amor increíble..."; "Un amor que va más allá de la muerte..."; "Un ejemplo de integridad y humanismo pocas veces visto...", "Haber venido desde tan lejos...", fueron algunos de los comentarios que escuché aquella mañana.
Pero hubo algo más; algo que hizo palpitar más rápido el corazón de Eugenio, que empañó sus pupilas y las de todos los presentes.
El director del liceo me había prometido que llevaría a "algunos niños de básica...", para que le dieran al acto el marco simbólico correspondiente. Pero nadie imaginó que iban a llegar con dos cursos completos con sus respectivos profesores. Rodeando la alegoría educativa de bruñido bronce, dejaron a Eugenio al centro cuando intervino para explicarnos por qué estaba ahí; quién era él y quién había sido ella. Junto a los niños, hablándoles, preguntándoles, enseñándoles, haciéndoles bromas, aprendiendo algo de ellos, se creó una atmósfera tan especial, un momento, una experiencia casi mágica, que por instantes daba la impresión de que era Cire en persona que a través de su esposo estaba rodeada de sus niños, como lo estuvo ahí, en ese mismo lugar, en ese mismo edificio, en esos mismos jardines, hacía más de sesenta años...
Esa misma tarde, Eugenio se subió a un bus interprovincial para seguir viaje al sur en cumplimiento de su agenda de trabajo. En Angol quedaba flotando una atmósfera cálida y envolvente, que fue la que me sugirió que escribiera estas líneas, dedicadas al amigo y colega de siempre.
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