Podemos decir un millón de veces que nos hemos arrepentido, pero si no hay un cambio profundo, nuestros propios actos nos delatarán una y otra vez.
Con demasiada frecuencia en nuestras relaciones interpersonales nos encontramos ante la disyuntiva de si lo que se nos presenta delante es un verdadero arrepentimiento o no tras una ofensa. En el mismo número de ocasiones, por supuesto, es nuestro propio arrepentimiento el que es sometido a evaluación. Y todo ello implica, por descontado, que seguimos siendo más que proclives a la ofensa interpersonal, a no considerar a los demás como a nosotros mismos y a actuar en beneficio propio en vez de mutuo.
Sin embargo, quisiera detenerme hoy en la primera parte y no en la segunda, que daría para mucho más, porque el asunto del arrepentimiento sigue siendo de los más difíciles de discernir, a mi entender, y de los que más complican en ocasiones muchas de las decisiones que debemos tomar.
Veamos el tema por partes… y particularmente la que tiene que ver con valorar si el posible arrepentimiento que alguien muestra ante nosotros por una ofensa en concreto es verdadero o no.
Lo mismo que comentaremos en esta ocasión podrá ser aplicado en sentido contrario, cuando nosotros somos los ofensores y alguien más el ofendido. Pero quisiera hoy plantearlo desde este prisma para desgranar algunos elementos que me parecen interesantes.
Me reconocerán ustedes que esto del arrepentimiento es algo bastante difícil de discernir, sobre todo porque nos acompaña (o debería acompañarnos) el miedo a equivocarnos, a juzgar como falso un arrepentimiento que podría ser genuino.
Esta dificultad está unida a la esencia misma de muchos elementos absolutamente propios de nuestra forma de ser como seres humanos: nuestra facilidad para mentir, nuestra capacidad para autojustificarnos y autoengañarnos, nuestra habilidad indiscutible para decir Diego donde dijimos digo, y nuestra reticencia, por supuesto, a reconocer nuestras faltas y el efecto devastador que éstas pueden tener y tienen sobre los demás, que nos demandan, llegado el momento, no solo ese reconocimiento, sino un cambio de 180 grados, que es lo que implica verdaderamente el arrepentimiento.
Quizá alguno de quienes leen estas líneas se preguntará qué tanto derecho tenemos a demandar arrepentimiento en otros cuando nosotros hemos sido perdonados en tanto.
Pero me voy a tomar la licencia de defender, no sólo el derecho, sino la necesidad de requerir y esperar una reacción contundente de arrepentimiento ante ciertas realidades y lo hago por varias razones.
Por estas razones y otras muchas que no me detengo en analizar ahora, no podemos tomar este asunto como un juego de niños. Hay ofensas superficiales, casi casi sin importancia, de esas que son como batallas que podemos decidir no pelear.
Otras, sin embargo, hieren de muerte la esencia misma de las relaciones entre personas, rompen pactos profundos, vitales, y dejan marcas de por vida. Ante estos, urge poner en marcha toda la maquinaria posible para la curación, pero el desinfectante más eficaz suele ser un verdadero arrepentimiento.
Ese arrepentimiento queda perfectamente reflejado, para vergüenza nuestra, tal y como en su momento lo fue para Jonás y el propio pueblo de Dios, en la manera en que la ciudad de Nínive recibe el mensaje acerca de su destrucción a no ser que se produzca arrepentimiento. Y no uno de cualquier tipo.
Esto lo entendieron bien todos los habitantes, desde el rey hasta el último de ellos, desde el primer momento. Allí no valían medias tintas, como en nuestro caso tampoco. No bastó solo con la proclamación de ayuno, o vestirse de cilicio desde el mayor hasta el menor, o incluir a las bestias domésticas en ese ayuno y clamor.
El propio rey se despojó de su manto tras levantarse del trono (¡cómo nos cuesta despojarnos a nosotros!) para vestirse también de cilicio y sentarse sobre ceniza.
¡Qué difícil nos resulta asumir gestos de humillación, cuando no puede producirse verdadero arrepentimiento sin ellos! La soberbia, la defensa de los propios actos que llevaron a la ofensa, la autojustificación… todos ellos son absolutamente incompatibles con un verdadero arrepentimiento.
En Nínive se hizo un llamamiento para realizar un clamor con fuerza. Esto no se parece en nada a ese tipo de reconocimientos “de pasada” en los que creemos que por decir “perdón” una vez o muchas ya está todo resuelto. Si los actos corroboraran esa petición de perdón, ésta sólo sería necesaria una única vez.
Es más, es posible que ni siquiera eso, porque la petición quedaría implícita en el propio acto verdadero de arrepentimiento. Cuando hay que pedir perdón muchas veces pueden estar pasando dos cosas: o que haya una dificultad para perdonar a pesar del arrepentimiento, o que ese arrepentimiento sea de escasa calidad y, por tanto, poco creíble.
El requisito en Nínive era que cada uno se volviera de su mal camino y de la violencia que había en sus manos (lo cual, dirigiéndose al pueblo asirio, conocido por su crueldad, era mucho pedir). Pero es que ningún gesto externo puede sostenerse si no hay un cambio profundo de corazón.
Y aquí es donde hacen agua la mayoría de intentos fallidos por “convencer” de un arrepentimiento que, en el fondo, no es tal. Podemos decir un millón de veces que nos hemos arrepentido, pero si no hay un cambio profundo, nuestros propios actos nos delatarán una y otra vez. Dios no puede ser burlado y es que, además de que nuestras ofensas nos hieren entre nosotros, principalmente suponen una ofensa contra Dios ante la cual Él no hace oídos sordos.
Lo demás, son otras cosas. Llamémosle vergüenza, humillación por haber sido descubiertos, cargo de conciencia, remordimiento… pero el arrepentimiento no es ninguna de estas cosas. El arrepentimiento tiene que ver con un dolor profundo que se muestra hacia fuera en actos concretos.
Dicho de una manera mucho más metafórica y poética, si me apuran, digamos que no puede haber frutos de arrepentimiento cuando la raíz de la planta es de algo distinto. Cuántas veces esperamos ver lo que no vemos porque verdaderamente no puede darse, porque de forma natural es imposible que la raíz de un peral nos dé manzanas, en un sentido muy práctico, o que el olmo nos dé peras, como bien reza el refrán.
Nos cuesta reconocer, cuando la otra persona no hace más que defender su arrepentimiento, que pueda ser falso, por muy bienintencionado que parezca, sobre todo cuando hay un deseo profundo de restablecer la relación.
En muchas ocasiones aceptamos “pulpo” como animal de compañía porque nos gustaría creer, de verdad, que la otra persona ha entendido lo ocurrido, que no lo hará más, que comprende el dolor causado… Pero el arrepentimiento es del todo incompatible con pretender vender excusas constantemente.
La persona arrepentida, por el contrario, acepta que la persona a la que ofendió se encontrará con grandes dificultades para la reconciliación práctica y respeta que lo que suceda a partir de ahí será, ni más ni menos, que la consecuencia natural de lo sucedido.
El arrepentimiento no genera presiones en el ofendido para conseguir que todo sea como si no hubiera pasado nada (recordemos que Dios nos libra del pecado, pero no siempre de sus consecuencias). Si hay arrepentimiento real, no hay espacio para ofenderse porque la otra parte necesite su tiempo para pensar, meditar o, incluso, que necesite distanciarse.
Estos y otros frutos nos hacen pensar en la calidad de la raíz que los subyace. Inevitablemente, sin remedio… porque negar la evidencia de un arrepentimiento vacío sólo carga de más dolor y consecuencias injustas al que ya, una vez, fue agraviado. Mirar hacia otro lado no convierte un arrepentimiento vacío en verdadero arrepentimiento. Solo abona el terreno para el dolor futuro, uno que la llueve sobre mojado.
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