Difícilmente alguien pueda mantenerse indiferente ante la súbita muerte de tantos seres humanos que, por sus diferentes perfiles, nos muestran todo tipo de entrañables historias.
Después de la inesperada tragedia del avión estrellado en los Alpes franceses, uno se vuelve a plantear que la muerte de cualquiera de nosotros puede producirse en cualquier lugar y en cualquier momento y, por lo general, esta siempre nos sobreviene por causas ajenas a nuestra voluntad.
Han sido muy dramáticas las escenas de dolor que se han producido entre los familiares y amigos de las víctimas, más allá del magnífico operativo de apoyo sicológico y logístico que han dispuesto las autoridades franco – españolas para afrontar el gran impacto emocional que ha causado esta desgraciada tragedia, especialmente entre los familiares de los fallecidos.
Toda la comunidad internacional se ha lamentado de la pérdida irreparable de esas 150 vidas humanas desaparecidas de una manera todavía inexplicable. El caso es que difícilmente alguien pueda mantenerse indiferente ante la súbita muerte de tantos seres humanos que, por sus diferentes perfiles, nos muestran todo tipo de entrañables historias.
Recordaba aquella antigua novela de Paco Candel “Ha muerto un hombre, se ha roto un paisaje”. Cuando alguien muere de cualquier manera, siempre va a resultar triste y dolorosa la pérdida de un ser querido; pero se conmueven nuestras mismas entrañas cuando alguien nos es arrebatado tan violentamente. Viendo las escenas del suceso y barajando la hipótesis más probable, como es la de una acción suicida y deliberada del copiloto, e imaginándonos el pánico extremo que deben haber vivido estas personas en los últimos momentos de la tragedia, nos produce a muchos de nosotros una cierta sensación de angustia cuando no, auténtico terror sicológico.
Lo que voy a mencionar no es una cuestión sentimental, ni tampoco es ninguna parrafada filosófica; sino que es la sincera expresión de la verdad: Cuando alguien muere… algo de todos nosotros también muere. Porque muere una obra de arte, muere un ser irrepetible, muere un paisaje humano irreemplazable, muere un alma preciosa que se precipita hacia la eternidad quizás antes de tiempo, a nuestro parecer.
El misterio de nuestro principio y fin, respecto a nuestra vida y destino, no está escrito en los astros, ni está determinado por ningún demiurgo platónico; sino que está escondido en los designios divinos para cada ser humano, tal como nos revela la misma voz de Dios en las Sagradas Escrituras diciéndonos: “No quiero la muerte del que muere, dice el Señor Jehová...” Ezequiel 18:32. Aunque nos sintamos completamente perplejos ante tragedias de esta magnitud sabemos, a ciencia cierta, que Dios nos ama como nadie puede hacerlo.
La gran paradoja la tenemos en el hecho de nuestra corta vida humana y sus infinitas amenazas por nuestra vulnerable humanidad, la que está en contraste con el proyecto original de Dios para nosotros que es vida eterna, quiere decir vida para siempre y, en este caso, vida con Dios en su casa eterna, en ese cielo que nos espera a los que hemos confiado en Jesucristo, ese cielo en parte conocido y en gran parte desconocido en toda su belleza y perfecta eternidad.
Cada vez que alguien se nos va al otro mundo (para muchos no se sabe a dónde irán a parar), perdemos una reproducción original del mismo Dios plasmada en el diseño humano, a la perfección. Porque “ellos”, los que mueren, también somos nosotros y, de alguna manera, todos nosotros somos “ellos”. Tal como nos recuerda el apóstol Pablo en el Areópago de Atenas: “De una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos...” Hechos 17: 26-28.
Una vez más llora el corazón de Dios y también se resiente el nuestro por la pérdida irreparable de estas preciosas vidas que han visto truncadas, inesperadamente, sus expectativas de futuro y dejan huérfanos a hijos, esposas y amigos. En definitiva, también nos dejan un poco huérfanos a todos nosotros.
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