Percibamos el valor de llevar a la praxis las instrucciones que Dios nos da sobre la hospitalidad, el amarse, la misericordia, la compasión.
Quizá yo no sea la más indicada para hablar del sentimiento de una mujer inmigrante sometida al desarraigo de tener que abandonar su terruño natal en pos de una salida a una situación de necesidad, de falta de dignidad... Me siento con privilegios inmerecidos. Pero esta situación me ha llevado a ahondar en el sentir de otras mujeres, hermanas en la fe, o no, que pueden dar un testimonio de mayor valor.
Aunque creo que la fuerza de ese desarraigo cruel que es el llamado a abandonarlo todo en pos de dar respuesta a cualquier situación apremiante lo padecemos todas, sea cual sea nuestra condición. Sólo una fuerza sobrenatural podría hacerte soportar el desgarro de dejarlo todo e iniciar el camino con cierta tranquilidad y firmeza. Es esa misma fuerza la que comenzaba a gestarse en Rut, la moabita nuera de Noemí, cuando dice con contundencia: "... No me pidas que te deje; ni me ruegues que te abandone. Adonde tú vayas iré, y donde tú vivas viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras moriré, y allí mismo seré enterrada..." (Rut 1:16-17). Sorprende la convicción de Rut, aun sometida a la fuerza contraria de su suegra, que en ese momento podríamos decir que atravesaba una depresión y se veía como la más afectada por la situación que atravesaban. Lo más seguro es que muchas veces Noemí le había hablado de su Dios, el de Israel. Y se nota que eso caló en ella. La hace ver las cosas con los ojos de la fe que se iba confirmando.
La que llegará a Belén será una mujer pobre, extranjera, y para colmo viuda. Con todos los ingredientes para ser destinada a la marginación. Llegaba a una sociedad donde se privilegiaba al varón, al que era israelita y a la mujer que podía ser madre. No poseía ninguno de estos importantes requisitos. Pero aun así va. El oasis en medio de esta situación desesperante es que logra asirse del Dios de su suegra. Él es su aval.
Lo anterior me lleva a pensar en aquellas hermanas que eligen ese exilio involuntario en pos de un futuro mejor para sus familias, llevando ellas la carga por ser más fácil para una mujer extranjera conseguir trabajo en el país receptor. Pero casi todas llevan a cuestas las promesas de su Señor. Conozco a una boliviana que dejó a sus tres hijos, la menor no llegaba a los dos años de edad. Lloraba un día sí y el otro también, pero tenía el consuelo de sus hermanas en la fe. Como Rut, lo dejan todo, sabiendo que la otra tierra será diferente de lo que conocen. Vienen cargadas de nostalgia, huérfanas de afecto, de consuelo. Llegan con una deuda que demorarán largos meses en cubrir, quedando, muchas veces, a la intemperie en cuanto a los derechos más elementales. Como Rut, se dirigen a los campos de trabajo para conseguir rápidamente el sustento y pagar la deuda. Pocas encuentran un campo como el de Booz.
Rut y Noemí no descansaron hasta conseguir un pariente más cercano que pudiese redimirlas, permitiendo que el linaje no se extinguiera. Así, muchas de nuestras hermanas luchan, se sacrifican para que sus familias tengan un futuro aquí y ahora y en el después que todo creyente ansía.
Pero el camino no es de rosas. Cuando parecía que España marchaba bien hasta hace poco, se vino abajo el "boom de la construcción"; y ellas han tenido que responsabilizarse de la economía familiar, pues son las que en este momento pueden cubrir la demanda de trabajo en el sector del servicio doméstico y el cuidado de los mayores. Esta carga se suma a la que ya tienen: soledad, añoranza por lo dejado, adaptarse a otras costumbres...
En medio de este cuadro surge la iglesia, como aquel campo de Booz donde Rut empieza a bosquejar su futuro y el de Noemí. La iglesia no solamente propicia el acercamiento a Dios, sino también el acceder a un lugar de refugio, de apoyo para cubrir las necesidades de techo, de relaciones, de salud física y mental, de dignidad...
Guadalupe Suárez, quien llegó de Colombia y asiste a la iglesia evangélica de Ponferrada, dice: "Estar fuera es como tener una doble vida. Las raíces tiran por mucho que se esté bien. Antes de conocer a Cristo nada me llenaba. Tuve la oportunidad de presidir una importante asociación de inmigrantes y asistí a congresos destacables. También me decepcionaron creyentes que conocí. Ahora Cristo para mí es empezar de nuevo y borrar todo lo que me ha pasado. En cinco años el Señor me ha revelado más cosas que lo que he hecho en quince años en España. Le pido a Jesús que no me suelte. Es un cambio de vida radical. Cristo me ha llenado por completo".
Cinthia Pacheco (Ecuador), de la Iglesia de Benavente, nos cuenta que llegó a España con 17 años. "Fue difícil, me sentía mal al inicio a pesar de estar con mi familia. Conocimos una iglesia en Soria y al principio tenía vergüenza, pero ésta era pequeña y los hermanos se daban cuenta de los que iban llegando y los acogían. Esto nos gustó; fuimos conociéndolos. Crecí espiritualmente. Y empecé a participar más. Estudié Magisterio en Soria y ahora voy a hacer un Máster en Galicia. Y estoy trabajando como profesora de la E.R.E".
Gladys Sigüeñas (Perú), de la iglesia de Salamanca, nos dice que "al llegar a España estaba triste y quería regresar, pero me consolaba el poder estar junto a mi esposo y mis dos hijos. En la iglesia de Paseo de la Estación empecé una buena relación con los hermanos, y encontré a personas que venían de fuera como yo. Me bauticé y afiancé mi relación con Dios. La iglesia facilita la convivencia entre extranjeros y españoles. La iglesia es un refugio, donde recibes consuelo, amor...".
Todas estas historias me hacen percibir el valor de llevar a la praxis las instrucciones que Dios nos da a través de su Palabra sobre la hospitalidad, el amarse, la misericordia, la compasión, sobre saludarnos con ósculo santo y cuidar de los más débiles.
La iglesia lo tiene más fácil, pues posee un maravilloso manual de instrucciones que repite pautas como ésta: “Cuando algún extranjero se establezca en el país de ustedes, no lo traten mal. Al contrario, trátenlo como si fuera uno de ustedes. Ámenlo como a ustedes mismos…" (Lev. 19.33-34). Instrucciones que vienen de parte del mismísimo Dios que nos amó de tal manera que dio a su hijo en sacrificio. Y desde la cruz de su Hijo, Dios ha creado una nueva Familia, "Porque Él es nuestra paz, que de ambos pueblos hizo uno derribando la pared intermedia de separación... para crear en sí mismo de los dos un solo y nuevo hombre haciendo la paz" (Ef. 2:14-15).
En un mundo donde imperan las exclusiones, la individualidad, la injusticia social, las rivalidades, la intolerancia... la iglesia debe ser ejemplo de una nueva sociedad que puede transformar su entorno cercano y lejano. Sino sería una negación de todo aquello que proclama. Para ella no es opcional el transmitir el mensaje de Jesús. Debe ser la mano extendida a través de la cual Dios muestra su amor.
(Publicado en la revista Nosotras de la UDME/Año 2011)
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