La pieza que no nos encaja, se llama Dios, y le da sentido y perspectiva a todas las demás piezas.
Hay muchas cosas en la vida que no entendemos cuando las vemos pasando alrededor nuestro. Las observamos, incluso las analizamos, pero simplemente se nos escapan porque trascienden nuestra comprensión y nuestros sentidos.
Esto ocurre tanto en aquellas cosas que llamaríamos “buenas” como en aquellas que sin duda catalogaríamos de terribles, como la capacidad del hombre para la crueldad, para hacer daño a sus semejantes, para ser absolutamente indolentes hacia lo que sucede cerca o para ignorar selectivamente aquello que no interesa a los propios beneficios personales.
En un sentido práctico estamos tan decepcionados con lo que acontece que tantas veces ya ni siquiera no molestamos en analizarlo, sino que damos por hecho que el ser humano es así y que no tiene sentido esperar de él un cambio. Solamente en situaciones que por su gravedad o crudeza nos golpean en la mente nos planteamos a veces que algo más malo aún debe estarnos pasando.
Pero generalmente es como si estuviéramos en un estado de letargia tal que hubiéramos perdido la capacidad de sorprendernos, lo cual no puede ser sano aunque quizá nos parezca útil para seguir viviendo. Al fin y al cabo, ¡habría tanto de qué sorprenderse que no daríamos abasto!
Sin embargo, lo que sí nos genera cierta sorpresa, porque a esto no estamos tan acostumbrados, es que las personas alrededor tomen ciertas posturas, gestos o acciones que, por demasiado buenos nos parecen prácticamente increíbles. En esas situaciones admiramos a esas personas, pero en el fondo de nuestros corazones prácticamente estamos convencidos de que deben estar rematadamente locos. Eso, o tienen una muy buena razón, que podría ser perfectamente el altruismo, pero reconozcamos que no es lo habitual, y menos en estos tiempos.
Siempre ha habido buenas personas en sentido general. Y generosas, y agradecidas, y serviciales… pero hay gestos que incluso superan todo esto a la vez y se convierten en esa pieza que no nos encaja por más vueltas que queramos darle.
Y es que a veces, lo que entra en juego, es la fe y convierte esas acciones buenas, generosas y altruistas en prácticamente milagros, hechos absolutamente incomprensibles que sólo pueden explicarse mediante la obra del Espíritu Santo. Porque eso es, en definitiva, lo único que puede darle verdadero sentido a lo inexplicable de algunas acciones: que se haga por una causa muy superior a la del propio reino de los intereses personales.
Para los creyentes comprometidos hay un Reino por encima de ese pequeño reino que cada uno de nosotros gobierna. Nuestra vida no es nuestra, nuestros bienes no son nuestros, nuestros hijos no son nuestros… y los que nos escuchan decir estas cosas piensan, no sin cierta razón, que literalmente se nos ha ido la “olla”. Pero no es así.
Quizá es que nuestro orden de prioridades ha cambiado, que éramos ciegos y ahora vemos, que hemos sometido nuestra voluntad a la Suya y hemos adquirido algo más de perspectiva, una de dimensiones y proyección eterna. Si no, ¿cómo se explican ciertos gestos de renuncia, de amor, de generosidad, de sacrificio, de compasión, de perdón o de reconciliación, si no es porque Dios está obrando un milagro donde parecía impensable?
El Evangelio sigue siendo, ciertamente, locura para los que no creen. Pero para nosotros, es poder de Dios que obra cosas inexplicables, incluso en contra de nuestra propia naturaleza, tendencia, deseos o preferencias. Dios hace lo que quiere. Siempre hace lo que quiere. Y lo hace a pesar nuestro, tristemente, en muchas ocasiones, pero también tiene a bien hacerlo a través nuestro, en tantas otras.
La pieza que no nos encaja, creo poder decir, se llama Dios. Pero es paradójicamente la que, cuando entra en escena, le da sentido y perspectiva a todas las demás piezas.
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