Él viaja en nuestra barca, y lo hace para siempre.
Las palabras de Jesús siguen sonando altas y claras para cada uno de nosotros hoy en día. Pocos nos movemos ya entre redes y barcas, pero sus preguntas y respuestas resuenan en nuestra cabeza y en nuestros oídos como si fuésemos nosotros de aquel mismo grupo de pescadores de entre los cuales escogió a sus discípulos. Sus caídas y “meteduras de pata” siguen siendo hoy las nuestras, lo cual tiene poco mérito, porque esto sólo nos habla de cuán difícil nos resulta aprender lecciones en cabeza de otros, no importa cuántos años pasen. Pero que su voz permanezca impasible, directa, hablándonos con la misma cadencia, contundencia y naturalidad, nos recuerda a un Dios que no cambia con el paso del tiempo, y cuyo mensaje para nosotros sigue siendo el mismo que hace dos mil años.
Ya no hay barcas a la deriva en el momento en que decidimos entregarnos a Cristo. Básicamente porque nuestra supervivencia no depende de nuestras propias fuerzas. Nuestra vida estuvo en Sus manos siempre, como Dios que es, pero en el momento en que nos hizo partícipes de Su Salvación, en el momento en que pasamos a tener condición de hijos, Él se compromete como Padre con nosotros y Su juicio hacia nosotros desaparece. Es por nuestra vida que Él muere, y nuestra existencia es para Él un asunto personal. Así las cosas, independientemente de nuestras circunstancias alrededor, de nuestras dificultades, la tormenta no tiene poder sobre nosotros mientras Él no permita que eso pase, y si sucede, es por un bien aún mayor, aunque no sabemos en ese momento cuál. Él ha comprometido Su palabra al prometer que Sus planes para nosotros son de bien y no de mal, que Su voluntad es buena, agradable, perfecta. Y en que Él viaja en nuestra barca, y lo hace para siempre.
Las razones de nuestros miedos y nuestra desconfianza, sin embargo, siguen siendo las mismas que las que inundaban el corazón de los discípulos incluso antes de que lo hicieran las propias aguas del mar. Nuestros sentidos son demasiado inmediatistas, percibiendo únicamente lo que tenemos delante de nuestros ojos, y nos sabemos demasiado frágiles como para combatir a solas algunas de las amenazas que tenemos alrededor, aunque también demasiado fuertes, aparentemente, como para pedir ayuda. Cuando finalmente la pedimos, lo hacemos a gritos y desde nuestra desesperación porque tememos que pereceremos, como si Jesús mismo no viajara con nosotros en la barca, que lo hace.
Anhelaba estos días, considerando el pasaje al que me refiero en el Evangelio de Marcos, la quietud de Jesús al poder quedarse dormido en esa barca, al margen de tormentas o de la bravura de cualquier mar que nos acecha. La tranquilidad del que sabe que todo está controlado, del que no espera imprevistos, de quien se sabe sostenido, protegido y cuya confianza en el Dios que controla todo es absoluta. Nosotros no somos Jesús, ni podemos en nuestras fuerzas manejar el mar o los vientos. Ese poder no lo tenemos en primera persona, pero sí tenemos viviendo en nosotros, en nuestra propia barca, a Quien se comprometió en Su vida y en Su muerte para garantizarnos una Salvación mucho más grande que simplemente la que se produce en un mar cualquiera, en una tormenta cualquiera.
Nosotros no mandamos callar a la tempestad, pero podemos apelar al poder de Quien verdaderamente la controla, sin intermediarios, sin desesperación, desde un clamor confiado. Las tormentas de nuestra vida no son menos controlables que el propio mar. Él puede, con una sola palabra, llevar el orden completo a una situación de completo caos, no importa cuál sea ésta.
Así, Sus palabras vuelven a resonar con fuerza en mi cabeza… ¿Por qué tenéis tanto miedo...? ¿Acaso no tenéis fe…?
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