Sentirme perdonado de tantos pecados y errores me produjo una sensación de libertad realmente maravillosa que le dio una nueva dimensión a mi existencia.
No pretendo hacer un alegato intelectual ni mucho menos, solo pretendo explicarme brevemente y compartirles mi humilde experiencia personal.
Yo soy un hombre común y corriente, como la gran mayoría de los mortales de este lugar llamado mundo. Nací accidentalmente en el Raval de Barcelona, mi padre era un republicano exiliado que retornó del sur de Francia para recoger a mi madre y mis hermanos en Murcia tras varios años desaparecido, pero cuando se proponía regresar de nuevo al que había sido su refugio en Nimes, a mis padres se les antojó realizar parada y fonda en Barcelona para visitar a unos amigos. Esta visita se prolongó en el tiempo, de tal manera que acabaron decidiendo establecer su residencia definitiva en la ciudad condal. Por los aparentes azares del destino, yo nací en Barcelona a mediados del siglo XX, siendo el penúltimo de siete hermanos.
Mi infancia no fue del todo feliz, debido a la ausencia emocional de un padre traumatizado por las penurias y horrores de la guerra civil española, razón que le indujo a refugiarse en la bebida. No obstante, mi madre trató de suplir a su manera las carencias de una familia que comenzó a descomponerse a marchas forzadas. Algunos de mis hermanos, desde su más temprana juventud, optaron por la mala vida y yo, un tanto fascinado por ese mundo sórdido, los convertí en mis héroes imaginarios.
Mi adolescencia se debatía entre infinidad de temores y complejos que afectarían muy negativamente a mi desarrollo personal. Debido a mi mala salud y a la desorganización familiar, apenas pude desarrollar mi formación escolar, abandonando la escuela prematuramente. En definitiva, cuando dejé el colegio, a duras penas sabía leer y escribir. Mientras tanto, mi juventud iba discurriendo entre las pandillas barriobajeras de aquel tiempo, en medio del inquietante ambiente del barrio chino barcelonés. Desde luego que tampoco fui un drogadicto empedernido, ni mucho menos, pero consumía los conocidos “petardos” de la época para descubrir nuevas sensaciones. Las discotecas, el alcohol, las peleas y la vida promiscua estaban convirtiéndome en un candidato perfecto para adelantar precozmente el día de mi muerte. Interiormente me sentía totalmente vacío y muy desorientado con respecto a mi vida. Por momentos me invadía una sensación de angustia vital que me hacía pensar en Dios y en la eternidad, sin saber a ciencia cierta de qué iba la cuestión espiritual. Muchas veces me lamentaba de mi suciedad moral y, a veces, me preguntaba a mí mismo qué clase de vida era la que estaba viviendo y en qué vendría a parar todo lo que me estaba envolviendo en mi pequeño y conflictivo mundo.
Un día, un amigo cercano que había tenido serios problemas con la heroína, me habló de su experiencia con Dios y de su cambio de vida; y esto me llamó mucho la atención, por lo que decidí acompañarle un domingo a la iglesia evangélica a la que él asistía, en el otro extremo de la ciudad.
Recuerdo mi peculiar aspecto personal y el asombro que me causó conocer a aquella gente tan amable y encantadora en el otoño del ´72. Yo iba vestido con los pantalones acampanados de moda, una camisa satinada y floreada de cuello alto al estilo Elvis y mi melena beatle de la época; de pronto me pareció entrar en un mundo nuevo y totalmente desconocido para mí. Esa misma tarde, mientras escuchaba al predicador, me llegué a sentir totalmente concernido por lo que estaba hablando y horas más tarde le entregaba mi vida a Cristo, lo que supuso una auténtica revolución espiritual para mi vida.
A partir de aquel momento descubrí la alegría de ser cristiano y experimenté una transformación personal que afectó totalmente a mi estilo de vida, a mis valores, a mi cultura y a mis relaciones con la gente. De pronto me sentía tan feliz y emocionado por el cambio experimentado en mi vida que comencé a contárselo a mi familia, a mis amigos y a conocidos y desconocidos que me iba encontrando por el camino. El sentirme perdonado por Dios de tantas faltas, errores y pecados personales, me produjo una sensación de libertad realmente maravillosa que le dio una nueva dimensión a mi existencia.
Desde aquel momento tan especial, han pasado más de cuarenta años y todavía me sigo emocionando por todo lo que Dios ha seguido haciendo en mi vida y en la de mi familia, a través de todo este tiempo. Aunque me incorporé tardíamente a la educación formal, sin embargo, pude coger este maravilloso tren de la vida que me ha transportado por el mundo del periodismo y de la comunicación social, hasta hoy. También me siento muy honrado de poder desempeñar la labor de pastor evangélico, sirviendo junto a mi querida esposa a multitud de hombres y mujeres que han necesitado una voz amiga, facilitándoles todo el apoyo que nos ha sido posible.
Después de transcurrida toda una generación y a día de hoy, ya en el siglo XXI, me ratifico como un cristiano convicto y confeso por amor de Aquel que lo dio todo por mí, amándome incondicionalmente, dándome una nueva vida y también, el impagable regalo de la vida eterna.
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