Me produce sorpresa encontrar con bastante frecuencia al mentiroso enredado en su propia trampa.
Supongo que cada profesión tiene, no sólo sus intríngulis, sino seguro también sus luces y sus sombras. Particularmente aquellas que tienen que ver con las relaciones personales, como sucede con la mía, se convierten, además, en un cúmulo de sorpresas. Algunas de ellas no lo son tanto en la medida en que uno empieza a familiarizarse de cerca con la naturaleza humana y sus miserias. Otras, por otra parte, impactan por el nivel de manipulación y autoengaño al que las personas, sin demasiado esfuerzo consciente, incluso, podemos llegar.
A estas alturas nadie se sorprende, supongo, cuando descubre que las personas, incluso aquellas de quienes uno no lo esperaría, mienten y lo hacen, además, repetidamente. Rodeados como estamos de una época en la que las palabras más sonadas y de actualidad tienen que ver con estas lides (malversación, corrupción, fraude, malempleo de fondos públicos, entre otras muchas lindezas), asumo que seremos conscientes también de que no son exclusivas, ni mucho menos, de la denominada “casta política”, siguiendo el más reciente argot. Lo que sí produce sorpresa, supongo, o al menos a mí me la produce, es encontrarse con bastante frecuencia al mentiroso enredado en su propia trampa, pero no de la manera que imaginan.
Todos mentimos. De eso no nos escapamos ninguno. El que dice que no miente, miente. Así de sencillo. En las mentiras, además, el sujeto activo se ve frecuentemente atrapado, cierto también. Pero el tipo de trampa hacia el que me veo atraída hoy en esta reflexión es esa en la que uno se encuentra porque, en su afán de autojustificarse y vender lo invendible, en su trama por intentar crear una historia con la que otros puedan comulgar para evitar de esa forma sobre sí el dedo acusador, la persona termina creyéndose lo que él mismo diseñó para que otros cayeran. Así de triste, pero así de verídico también.
Entre las paredes de un despacho de psicología uno puede encontrarse ante todo tipo de argumentos fantásticos, inverosímiles, retorcidos, peregrinos, orientados a que, quien se sienta delante del interlocutor, comprenda que lo que allí sucede no es ni tan horrible, ni tan problemático, ni tan vergonzoso, ni tan pecaminoso, incluso. Los “mejores” y más intrincados argumentos provienen a menudo, tristemente he de decirlo, de los propios cristianos, lo cual le imprime a esto un dramatismo aún mayor. Pero el efecto de tales mentiras, de tales giros de tuerca sobre las historias más simples convertidas en complejas peroratas con la sencilla intención de pervertir la percepción del otro acerca de lo que sucede, es bien curioso: yo lo describiría como un efecto boomerang. Quien lo lanza termina recibiéndolo en sí mismo, pero ha pasado de largo por todos los demás puntos del recorrido. Porque (esto lo terminamos reconociendo con el tiempo), ese tipo de mentiras termina creyéndolas quien las emite, pero casi nunca calan en quien las escucha.
La mentira es, de principio a fin, un esfuerzo egoísta por escurrir el bulto de nuestras responsabilidades, y además, un atentado contra la inteligencia del otro, que casi siempre se suele dar cuenta de lo que sucede. ¡Qué irónico, que normalmente el último que descubre que ha sido engañado es el propio engañador, el cazador atrapado en su propia trampa! Pero todos nosotros, que podemos vernos en ese rol en muchas más veces de las que pensamos, tantas de ellas intentando incluso venderle a Dios una versión edulcorada de nuestras propias vidas, hemos de recordarnos varios principios fundamentales en este tiempo en que estas cosas parecen sólo pasar fuera:
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José era alguien de una gran lealtad, la cual demostró con su actitud y acciones.
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