El desengaño es el sino de los que viven para sus sentidos, para sus filosofías, sus políticas de espaldas al pueblo y lo que es peor, de espaldas a Dios. Todo pesimista es un hedonista frustrado.
Los grandes psicólogos de todas las épocas concuerdan universalmente en que el egotismo es la raíz de todos los males. El egotismo rechaza el más grande doble mandamiento, según el Maestro: “amar a Dios y al prójimo…” y afirma el yo como modelo de toda verdad y moralidad.
Quienes viven encerrados en sus propios egos, atraviesan tres etapas mentales, mas una de las recientes, que es producida por las algaradas lisonjeras de la calle, o de mayorías parlamentarias, que bajo el prisma de creer que “vox populi” es “vox dei” o “mayoría de votos” es “voz de los cielos” hace a algunos creer que, como dioses, contienen la verdad.
La primera de la etapa mental consiste en absolverse de sus actos uno mismo. Una vez que el yo se considera absoluto, todas las demás personas, opiniones, hechos y cosas, se juzgan como medio para la satisfacción de ese yo, incluso el enfoque de una ley constitucional, tiene su privada interpretación. En los políticos, ese omnímodo poder los vuelve egotistas: nadie me puede controlar, nadie me puede enseñar, y pocas cosas alejan tanto del pueblo como el poder.
Al pueblo hay que conocerlo de primera mano; no por referencias, ni estadísticas, ni puntuales manifestaciones, ni por imaginaciones, ni por lecturas de los analistas de pesebre. Hay que compartir su frío y calor, hacer cola con él en los autobuses o en las horas punta del metro, en los ambulatorios, en las antesalas de los despachos o de los Bancos. Hay que ser peatón para sufrir como él las inclemencias de los servicios públicos, la carestía y la impotencia. Y no es que crea que el pueblo no tiene poder. Lo tiene, pero lo ejercemos casi siempre in artículo mortis. Cuando los sátrapas –esos ojos y oídos del poderoso? no valen para nada. No saben dialogar, no están realmente por el pueblo. En su egotismo proclaman lo que sucederá mañana y el año que viene, y son tan capaces que si no ocurre podrán explicarnos porqué no ocurrió.
En la juventud, el ego desea la satisfacción de los deseos de su carne, sin respetar personalidad alguna. En la madurez se desea el poder y en la vejez, con frecuencia, esa ansia se convierte en avaricia y deseo de seguridad.
Los que niegan la inmortalidad del alma la sustituyen por la inmortalidad de los medios de subsistencia y con la ciencia ficción, de que podremos ingerir microscópicos robots que como pastillas nos curarán de todas nuestras dolencias y nos regenerarán como magníficos robocops. La supresión del placer de regocijarse con Dios en el ser interior que todos somos, siempre termina en abandonarse a lo que al egotista le parece sensato.
Con todo esto, “Desde el Corazón” pienso que el entregarse al capricho propio resulta a veces difícil, porque se vive entre seres que tienden a lo mismo y porque el placer disminuye con su mucho uso; así como la cantidad de juguetes aburre al niño, así el ego desciende a la segunda etapa. El temor que equivale a la fosilización de amor a uno mismo, a lo que un escritor define como “la herrumbre del esplendor”; cuanto más se apoya un hombre en un bastón perteneciente a otro egotista, más expuesto está a que se lo quiten y a caer, o desplazarlo de su monumento. El desengaño es el sino de los que viven para sus sentidos, para sus filosofías, sus políticas de espaldas al pueblo y lo que es peor, de espaldas a Dios. Todo pesimista es un hedonista frustrado. Y así, la decepción, la saciedad, el descontento interno producen el temor. A mayor egotismo, mayor temor.
Y “Desde el Corazón” pienso que la tercera fase es la ignorancia; asignatura que en su tiempo desarrollaré como “ignorántica”. Al aislarse el egoísta del pueblo, de todos los prójimos y de Dios, se aísla del conocimiento que pueden producir esas fuentes y queda abandonado al angosto conocimiento de su personal ambición o congoja.
El yo sabe cada vez menos respecto a su destino y a su finalidad en la vida. Si conoce hechos, no acierta a armonizarlos y a sacar conclusiones de ellos. Se aprenden y dicen muchas cosas para darse importancia y defender sus posiciones, pero no para lograr una justa filosofía de vida.
Por curioso que parezca, el cristianismo, tan alejado de la política de hoy, empieza dando por hecho que el hombre es egoísta. La premisa bíblica de amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo, principia por declarar que el hombre ama su propia persona. Pero las palabras “como a ti mismo” quiebra todo amor exclusivista. Todo hombre encuentra en él algo que le gusta y también que le desagrada. Como le gusta la vida, descansa en una cómoda butaca, lleva ropas que le sienten bien, nutre su cuerpo, etcétera. Y hay cosas que le disgustan: hacer el ridículo, insultar a un amigo… En finales palabras, le gusta verse como una criatura a imagen y semejanza de Dios. Le enoja notar estropear esa imagen, por tanto, procede a amar al prójimo. Y el prójimo no es necesariamente el vecino de la otra puerta, sino también aquel que quiere vivir en otra dimensión en otra independencia… ¿es tan difícil amar así?
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