Los cristianos somos llamados a mirarnos en las páginas de la Palabra para considerar en qué manera nos ve Dios frente a la forma tan diferente en que nosotros nos percibimos.
El espejo es uno de esos objetos que tienen la capacidad de despertar en las personas las más grandes pasiones y también los más grandes odios. Dependiendo del tipo de relación que mantenemos con él, así nos sentimos al respecto. Hay quien disfruta de ver su imagen reflejada, se regodea en sus virtudes y sus atractivos (aunque sea políticamente incorrecto reconocerlo) y hay quien, por el contrario, siempre preferirá mirar hacia otro lado, rehuir su propio reflejo, porque el espejo sólo parece llamarle a centrar su atención en aquello que no le agrada o de lo cual se avergüenza. Y a ninguno nos gusta estar ahí.
Cuando comenzó su andadura la presente sección, se la denominó “El Espejo” pensando que muchas de las reflexiones podían estar orientadas, quizá, a llevarnos hacia la consideración de ciertos aspectos sobre nosotros mismos, y se planteó en términos de ser capaces de mirar hacia dentro en una búsqueda compleja siempre, pero de intención honesta, en todo caso, de lo que son aquellas cosas que nos definen, para bien y para mal, como personas, pero principalmente, como creyentes. En esa línea procuramos seguir, aunque es indudable que sigue siendo un ejercicio difícil ya que, si algo hacemos a menudo es, más bien, intentar disimular nuestros defectos. Es decir, buena parte de lo que hacemos frente al espejo y, por ende, frente a los demás también, es una labor de maquillaje y disimulo esforzado de aquello con lo que no nos conformamos fácilmente. Algo parecido a lo que sucede en la vida cotidiana y también, a veces, frente al espejo de la Palabra.
No de balde somos llamados los cristianos también a mirarnos en sus páginas, o así debería ser, para considerar en qué manera nos ve Dios frente a la forma tan diferente en que nosotros nos percibimos. Su Palabra difícilmente nos deja inconmovibles siendo que, además, tal y como les pasó a Adán y Eva, a David y a tantos otros, ante nuestros errores y pecados y frente a un Dios como el nuestro, no tenemos donde escondernos ¡Qué complicado nos resulta reconocernos en nuestros defectos y nuestras asignaturas pendientes, que son tantas! Y eso a pesar de que, usando un elemento gráfico muy aproximado, también relacionado con lo visual, somos llamados a ser cada vez más y más a la imagen de Cristo y ser como Él, mirándonos una y otra vez en Su persona, para maravillarnos en cuán distantes estamos pero, a la vez y por esa misma razón, de cuán inabarcable es y ha sido Su gracia para con nosotros.
En algunas ocasiones uno se descubre a sí mismo ante la realidad de algún pecado en particular, de esos que “juraríamos que nosotros no tenemos” y se sorprende, sin necesidad de escarbar demasiado, en cuán fuerte es nuestra reticencia a aceptar que seamos así realmente. Ahí se ponen en movimiento diferentes mecanismos por los cuales empezamos a autojustificarnos, a dar explicaciones para lo inexplicable, a mirar hacia otro lado cada vez que la realidad que nos rodea nos recuerda y nos ratifica en esa forma de ser… porque seguimos prefiriendo pensar que somos buenos, a pesar de que la Biblia no cesa de recordarnos que no lo somos y que la única razón por la que somos vistos de otra manera se debe a que Alguien justo ha pagado el precio y se ha puesto como un maravilloso filtro ante los ojos de Dios, entre Él y nosotros.
Sin embargo, cuando ante ese descubrimiento o esa noción de imperfección y oscuridad en nosotros, aunque sea por una milésima de segundo, uno se pone a disposición de la realidad, en una verdadera apertura por confirmar lo que tan poco nos gusta aceptar, rápidamente los hechos empiezan a hablar por sí mismos y sólo nos queda aceptar la dura realidad: que somos egoístas, vanidosos, ambiciosos, mentirosos, permisivos, avaros, perezosos, escurridizos a la hora de asumir nuestras responsabilidades, profundamente impíos en ocasiones, recurrentes en nuestros errores… y siempre reticentes a aceptar que ésta es nuestra realidad y no otra.
¿No será que, en el fondo, a pesar de habernos entregado a Cristo, a pesar de toda nuestra teología bíblica, sabida y requetesabida en lo elemental, quizá seguimos pensando que hay algo de bueno en nosotros? ¿Pudiera ser, tal vez, que alberguemos en nosotros aún la ilusión de que algo en nuestras personas merezca la pena por sí mismo? ¿No será esa, probablemente, la razón por la que vez tras vez nos seguimos sorprendiendo de más al encontramos con un nuevo “descosido” en nuestra ropa, cuando descubrimos que nuestras prendas propias son las de un verdadero pordiosero y que cualquier ropaje real del que disfrutamos o con el que alguna vez nos hayamos descubierto nos ha sido dado sólo por gracia? ¿No se produce en ti, como se produce en mí, un buen grado de decepción cuando eso ocurre?
Cuando la sorpresa nos sigue acompañando en tales circunstancias, cuando en algo de lo comentado nos reconocemos, nos descubrimos por un momento tal cual somos. Tengamos por seguro que esto seguirá pasando pero es bueno no acostumbrarnos a ello: nuestro espejo no ha terminado todavía de mostrarnos la realidad cruda, tal cual es, de nuestra propia imperfección y lejanía de la santidad de Dios, a la que somos llamados vez tras vez y de la que nos alejamos en el mismo número de ocasiones, tal y como hace ese hombre del que nos habla Santiago, que considera su rostro en el espejo, pero rápidamente olvida cómo era y se marcha como si nada hubiera visto. Nuestra memoria parece ser corta, muy corta, y nuestro optimismo en lo relativo a nosotros mismos, mayor cada vez. A no ser que creamos firmemente en lo que la Palabra nos muestra una y otra vez, que hemos de menguar nosotros y que crezca Cristo.
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