Eliminar a Dios como causa sobrenatural de la moralidad humana hace muy difícil condenar toda práctica abominable.
El comportamiento del ser humano está íntimamente relacionado con su manera de entender el universo. Explicaciones cosmológicas contrapuestas suelen generar también visiones opuestas de la moralidad.
Según cómo se entienda la naturaleza en general, se tendrán concepciones distintas sobre la propia naturaleza humana que conducirán inevitablemente a principios morales diferentes. Se puede decir que la persona cristiana vive en un universo moral muy distinto al de la persona atea, ya que aquello que es bueno para el creyente suele ser malo para el incrédulo y, al revés, lo que es malo para el cristiano es bueno para el ateo.
Veamos un ejemplo extraído de los añejos escritos de Charles Darwin.
En su famosa obra El origen del hombre, dice: “El hombre, como cualquier otro animal, ha llegado, sin duda alguna, a su condición elevada actual mediante la lucha por la existencia, consiguiente a su rápida multiplicación; (…) De aquí que nuestra proporción o incremento, aunque nos conduce a muchos y positivos males, no debe disminuirse en alto grado por ninguna clase de medio. Debía haber una amplia competencia para todos los hombres, y los más capaces no deberían hallar trabas en las leyes ni en las costumbres para alcanzar mayor éxito y criar al mayor número de descendientes”.[1]
Es sabido que Darwin fue un fiel esposo durante toda su vida. Sin embargo, escribió estas sorprendentes palabras dentro del marco de su teoría de la evolución. ¿Qué implicaciones morales tienen tales ideas?
Si el motor de la evolución es la selección natural de los que están mejor adaptados al ambiente, por encima de quienes no lo están, en su lucha por la supervivencia, ¿no debería permitirse a “los mejores” machos procrear más y fecundar al mayor número posible de hembras “superiores”? Esta conclusión darwinista, que tanto recuerda las medidas eugenésicas de otras épocas, choca frontalmente contra la concepción cristiana del matrimonio monógamo.
La fidelidad conyugal, que reflejan las palabras de Jesús: “Por esto dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne” (Mc. 10:7-9), es contraria a los intereses evolutivos de la mejora de la raza porque impide la propagación de los genes adecuados.
La interpretación literal de las frases de Darwin dan carta blanca al adulterio o a la poligamia, pero sabemos que ambas prácticas son censurables desde la perspectiva cristiana.
Tal como se ha señalado anteriormente, aquello que puede ser bueno para el ateo darwinista no lo es para el creyente que desea vivir desde una concepción cristiana de la existencia. Pero si se aceptan plenamente las conclusiones de la evolución ateísta, no tiene demasiado sentido reducir la sexualidad a una unión monógama de por vida entre hombre y mujer, ya que tal comportamiento sería genéticamente perjudicial para la especie.
Entonces, ¿por qué Darwin y muchos de sus seguidores no pusieron en práctica la promiscuidad sexual que pregona su teoría? ¿Qué sentido tiene respetar una monogamia artificial de raíces religiosas que atenta contra los fundamentos del darwinismo no teísta?Un ateo, si quiere ser coherente con su increencia, no puede decir que Dios no existe y, al mismo tiempo, vivir según el principio de fidelidad conyugal ordenado por Dios.
Un cosmos sin Dios es un cosmos sin moralidad, con una naturaleza que no es cruel o despiadada sino absolutamente indiferente. Por tanto, desde la teoría evolutiva, no puede existir un tipo de matrimonio que sea moral. Como mucho, se podría imaginar algún escenario en el que la monogamia podría haber constituido una buena adaptación en algún momento concreto de la evolución humana. Pero nada más. Esto sería algo excepcional ya que disminuir posibilidades procreativas difícilmente constituiría una buena estrategia selectiva.
En otro lugar de la misma obra, Darwin se refiere a las personas débiles portadoras de genes defectuosos con las siguientes palabras: “Nosotros, los hombres civilizados, hacemos todo lo posible por detener el proceso de eliminación; construimos sanatorios para los locos, los tullidos y los enfermos; creamos leyes para los pobres; y nuestros médicos ponen en juego toda su destreza para salvar cada vida hasta el último instante (…). Así propagan su especie los miembros más débiles de las sociedades civilizadas. (…) esto es altamente lesivo para la raza humana”. Sin embargo, en la página siguiente reflexiona: “…de despreciar intencionalmente a los débiles y desamparados, acaso pudiera resultar un bien contingente, pero los daños que resultarían son más ciertos y muy considerables. Debemos, pues, sobrellevar sin duda alguna los males que a la sociedad resulten de que los débiles vivan y propaguen su raza”[2]. Quizás, -sugiere Darwin- lo que se podría hacer es que dichas personas “no tengan tanta libertad para casarse como los sanos”.
Aquí se refleja otro conflicto de moralidades. Por una parte, Darwin resalta la cruda realidad eugenésica que se desprende de la selección natural. La reproducción de los débiles propaga taras genéticas y el empobrecimiento racial. Por la otra, aparece el rasgo evolutivo de la compasión humana que vendría a neutralizar los devastadores efectos sugeridos por el darwinismo radical.
La debilidad de tal razonamiento resulta evidente. ¿Por qué no seguir las reglas de la evolución hasta sus últimas consecuencias? Si la evolución es la única causa del rasgo moral de la compasión -como piensa Darwin- y, resulta que, dicha evolución sólo favorece la compasión en la medida en que ésta contribuye a la supervivencia de la especie, ¿por qué seguir con la compasión cuando aparezca el conflicto? ¿No eliminará la propia selección natural a quienes confíen en la compasión cuando sea el salvajismo el que favorezca la supervivencia? La lógica de la evolución ciega choca contra los deseos de justicia y moralidad arraigados en el alma humana. No es extraño que, al seguir sólo la razón fría de la eugenesia, algunos crearan auténticos infiernos en la Tierra.
Algo parecido ocurre cuando se analizan ciertos temas tales como la guerra, el infanticidio, la práctica del canibalismo, el incesto, etc.
Desde el punto de vista del darwinismo ateo estas prácticas pueden ser eficaces métodos de la selección natural para conseguir que una determinada especie o raza prospere por encima de las demás. Por tanto, no habría que considerarlas como comportamientos inmorales sino como mecanismos evolutivos.
Al eliminar a Dios como causa sobrenatural de la moralidad humana se hace muy difícil condenar todas estas abominables prácticas. En el universo darwiniano que carece de un Creador, el ser humano no es más que el producto de fuerzas impersonales y de la amoralidad de la naturaleza. No existe, por tanto, un único criterio estándar de moralidad.
Sin embargo, en la concepción cristiana del mundo, da igual que las fieras se comporten como lo hacen y se maten unas otras para sobrevivir, porque el ser humano es otra cosa. Los hombres no sólo son animales sino mucho más que eso. La diferencia fundamental entre el universo moral darwinista y el cristiano se basa en la Revelación bíblica. Por ella entendemos que las personas son cualitativamente distintas de los animales. Aunque compartimos con ellos muchos rasgos biológicos, el hecho de ser imagen de Dios nos otorga una dimensión moral y espiritual que hace sagrada nuestra vida gracias a la obra del Creador.
El bien y el mal moral hunden sus raíces en nuestra propia naturaleza diseñada y cada criatura humana es responsable de su comportamiento que, en definitiva, procede de sus decisiones libres.
Esta libertad de decisión, que nos permite ser personas morales, nos confiere también la posibilidad del dominio de la voluntad. A pesar de todo, tropezamos y con frecuencia caemos. Sin embargo, no estamos solos. Tenemos un Padre amoroso que envió a su Hijo para darnos la mano y suplir nuestra debilidad moral.
[1]Darwin, Ch., 1973, El origen del hombre, Petronio, Barcelona, p. 803.
[2]Ibid, pp. 190-191.
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