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La Tierra no es mediocre

Se dice que la Tierra no está excepcionalmente dotada para la vida y que posiblemente hay vida en otros planetas ya que ésta debe ser algo común en el universo. ¿Es esto así?
CONCIENCIA AUTOR Antonio Cruz Suárez 15 DE AGOSTO DE 2014 22:00 h

A principios de 1543 falleció el monje y astrónomo polaco Nicolás Copérnico. Durante muchos años estuvo trabajando en la teoría de su vida: el heliocentrismo. La idea de que la Tierra giraba alrededor del Sol y no al revés, como hasta entonces se pensaba.

Actualmente se ha extendido el mito que afirma que, en la época de Copérnico, la mayoría de las personas creía que la Tierra era plana. Nada más lejos de la verdad. Las escuelas del momento enseñaban la visión griega de que nuestro planeta era una esfera. Fue el escritor estadounidense del siglo XIX, Washington Irving, quien se inventó la leyenda de que durante la Edad Media se pensaba que la Tierra era plana. Pero, en realidad, no era así (1).

Pues bien, Copérnico fue plenamente consciente de que su teoría, que había sido presentada al papa Pablo III, sería controvertida sobre todo entre los astrónomos. Éstos asumían el sistema ptolemaico que, durante mil doscientos años, venía diciendo que el Sol giraba alrededor de la Tierra (geocentrismo). Este sistema funcionaba pero requería constantes y tediosas correcciones. Incluso se dice que Alfonso X el Sabio (1221-1284), cientos de años antes, había comentado: “Si yo hubiera estado presente en el momento de la creación, habría ofrecido algunas sugerencias útiles para ordenar mejor el universo” (2).

Semejante presunción de querer hacer la cosas mejor que el Creador, comprensible desde la visión del geocentrismo, sigue hoy en boca de algunos paladines del Nuevo ateísmo, en relación a otros temas. Un segundo mito que envuelve la historia de Copérnico -tal como se vio la pasada semana- es el de que los filósofos medievales pensaban que la Tierra era el centro del universo porque era muy especial. En realidad, creían todo lo contrario. Estaba en el centro precisamente por no tener nada de especial. Se trataba de un planeta rocoso, pesado, inferior y desde luego no era un cuerpo “celeste”. Todos los objetos pesados caían hacia su interior que era progresivamente más caliente. De manera que allí debía estar el infierno, en el peor lugar del cosmos. Desde luego, Copérnico no lo tenía fácil. Su teoría desmontaba muchos mitos de la época.

Paradójicamente, aquella afirmación copernicana de que la Tierra no está en el centro del Sistema Solar ha venido evolucionando hasta convertirse en una doctrina filosófica que asume que el planeta y sus habitantes no son significativamente especiales. Si la Tierra no es el centro, el ser humano tampoco. Pero, resulta que Copérnico estaría absolutamente en contra de semejante conclusión. Trasladar la Tierra desde el centro infernal a una posición próxima a los demás cuerpos celestes era elevarla en rango y dignidad. A pesar de todo, a este principio anti-copernicano de la mediocridad de la Tierra y sus moradores se le ha colocado la rúbrica de Copérnico. ¿Qué predicciones realiza dicho principio?

En primer lugar, se dice que la Tierra no está excepcionalmente dotada para la vida y que posiblemente hay vida en otros planetas ya que ésta debe ser algo común en el universo. ¿Es esto así? Veamos las siguientes características contrarias a dicha predicción que confirman que el planeta Tierra no tiene nada de común. El sistema formado por la Tierra más la Luna no sólo hace posible la vida sino también el conocimiento científico. El gran satélite plateado estabiliza y conserva la inclinación del eje terrestre, con lo cual hace posible un clima más estable que favorece la existencia de los organismos. Si su masa fuese diferente causaría importante fluctuaciones climáticas incompatibles con la existencia de vida en la Tierra. Por otro lado, si la órbita de la Tierra fuera un poco más grande de lo que es, la temperatura en su superficie variaría notablemente y ésta sería menos habitable. La Luna provoca mareas en los océanos que remueven los nutrientes marinos y los mezclan con los que arrastran los ríos desde la tierra. Esto genera zonas litorales fértiles que contribuyen al ciclo de la vida acuática.

Como el Sol está alrededor de cuatrocientas veces más lejos de la Tierra que la Luna, pero es también cuatrocientas veces más grande, resulta que ambos cuerpos aparecen con el mismo tamaño en nuestro cielo. Esto hace que los eclipses de la Tierra sean los mejores del Sistema Solar y que, por tanto, un observador situado en nuestro planeta pueda discernir mejor pequeños detalles de la cromosfera del Sol y de su corona que desde cualquier otro planeta. Los eclipses de Sol han permitido el avance de la astronomía ya que han ayudado a descubrir la naturaleza de las estrellas, han proporcionado un experimento natural para probar la teoría de la relatividad de Einstein y han servido para medir el retraso de la rotación terrestre. El Sol, la Tierra y la Luna constituyen los componentes primarios de un espectroscopio gigante. Es posible interpretar la luz de las estrellas distantes y determinar su composición química.

La forma de la sombra circular de la Tierra sobre la Luna indicó ya a los antiguos griegos, como Aristóteles, que nuestro planeta era una esfera. La Luna actúa como un telescopio gigante ya que permite detectar objetos muy pequeños o muy juntos para poderlos medir desde la superficie terrestre. Si la Tierra estuviera más cerca del Sol sería como un invernadero con calefacción y tendría una atmósfera espesa como la de Venus, imposible para la vida. Pero si estuviera más lejos necesitaría más dióxido de carbono en su atmósfera para mantener el agua en la superficie. Algo que también iría contra la vida animal. Por tanto, nuestro planeta, es el lugar más habitable de todo el Sistema Solar y además posee la mejor vista de eclipses solares en el momento en el que los observadores los pueden apreciar mejor. Luego, la Tierra es un planeta único, privilegiado para la habitabilidad y la mensurabilidad. Esta es la tesis que defienden Guillermo González y Jay W. Richards en su libro: El planeta privilegiado (3).

En la misma línea de observaciones, sabemos que el campo magnético terrestre sirve como primer escudo de defensa contra las partículas de los rayos cósmicos de las galaxias, capaces de generar otras partículas secundarias que pueden atravesar nuestros cuerpos y producir daños en las células. La Tierra tiene el tamaño adecuado para la vida. Si fuera algo más pequeña sería menos habitable ya que variaría su gravedad, perdería la atmósfera con rapidez y su interior se enfriaría demasiado como para poder generar un fuerte campo magnético. Los planetas más pequeños tienden a tener órbitas peligrosamente erráticas. Y al revés, si fuera más grande tendría mayor gravedad y atmósfera. Pero una alta presión en superficie haría disminuir la evaporación del agua y se incrementaría la viscosidad del aire, haciendo la respiración más difícil.

Mucha gente asocia los terremotos con muerte y destrucción, pero, irónicamente, los seísmos son una inevitable muestra del desarrollo de fuerzas geológicas muy ventajosas para la vida. El calor que fluye desde el interior de la Tierra es el motor que produce la convección del manto y los movimientos de la corteza que construyen montañas y reciclan el dióxido de carbono de la atmósfera. Fenómenos todos que hacen la Tierra más habitable. La atmósfera terrestre es lo suficientemente espesa para permitirnos respirar y protegernos de los peligrosos rayos cósmicos, mientras que, a la vez, es lo bastante transparente para poder ver las estrellas. Este frágil equilibrio constituye de forma notable algo muy improbable. No conocemos ningún otro planeta en el universo que reúna estas condiciones. A pesar de todo esto, todavía hoy muchos creen que el origen de la vida es sólo un asunto de encontrar agua líquida en cualquier lugar del cosmos durante unos pocos millones de años. Aunque en la actualidad nadie espera encontrar vida avanzada o inteligente en algún planeta del Sistema Solar, sí que creen que la vida microbiana “simple” sea algo común en el universo.

Mercurio es el planeta más cercano al Sol, lo que significa que es un mundo de ceniza desolado muy parecido a la Luna. Las temperaturas del suelo por la tarde pueden alcanzar fácilmente los 227 grados centígrados, mientras que al anochecer éstas son capaces de descender a unos 173 grados bajo cero. No hay agua ni atmósfera, por lo que resulta absolutamente inhóspito para la vida. Venus está más cerca de la Tierra pero es un auténtico infierno. Tiene una densa atmósfera de dióxido de carbono que mantiene una temperatura en superficie de 477 grados centígrados y una presión atmosférica noventa veces superior a la terrestre. Si, a pesar de tal temperatura, un ser humano consiguiera estar sobre la superficie de Venus, estaría sometido a una presión comparable a la que existe a unos mil metros bajo el mar. Así como la atmósfera terrestre posee gotitas de vapor de agua, la atmósfera venusiana tiene gotitas de ácido sulfúrico, capaz de corroer cualquier aparato o ser vivo. El medio ambiente de Marte no favorece tampoco el crecimiento ni la reproducción de organismos terrestres (al menos en los lugares en que hasta ahora se ha aterrizado). La intensa radiación ultravioleta que llega a su superficie bastaría para aniquilar la mayoría de las bacterias terrestres, y además los oxidantes del suelo destruirían cualquier molécula orgánica. A pesar de ello, su atmósfera de dióxido de carbono así como el hielo polar capaz de fundirse, han hecho pensar a muchos científicos en la posibilidad de que poseyera vida microscópica o la hubiera tenido en el pasado. No obstante, por lo que sabemos hoy, el suelo de Marte carece de moléculas orgánicas complejas.

Según nos movemos hacia afuera en el Sistema Solar, las condiciones de vida se van poniendo peor. Júpiter es el mayor de los planetas del sistema solar. La Tierra cabría de sobras en el interior de su característico sistema tormentoso ovalado que gira como un enorme remolino en el cielo de Júpiter. Tiene una espesa atmósfera formada en un 88% aproximado de gas de hidrógeno molecular y un 11% de helio. El uno por ciento restante está constituido por metano, amoníaco, agua, monóxido de carbono y otros compuestos menores. La superficie del planeta no es sólida sino líquida. No hay continentes, ni islas, sólo un inmenso y único océano viscoso de hidrógeno líquido sobre el que se eleva una espesa niebla formada por gotitas de amoníaco y agua. Júpiter no es apto para la vida, es más bien, un lugar desierto y terrible.

De las dieciséis lunas que se le conocen a Júpiter, algunas han sido propuestas como candidatas para encontrar en ellas moléculas orgánicas o incluso vida microscópica. Este es el caso de Europa, un satélite que genera mucho calor como consecuencia de la deformación mareal. La atracción que sobre él ejerce el inmenso Júpiter lo deforma y esto produce un gran aumento de temperatura en su interior. Europa está formada principalmente por agua helada y, desde el espacio, parece una blanca bola de billar. Se trata de un astro rocoso cuya corteza, que puede alcanzar entre 100 y 300 kilómetros de espesor, es de hielo bastante puro con muy pocos contaminantes y carece por completo de volcanes. La exobiología -disciplina que busca vida extraterrestre- sugiere la posibilidad de que a cierta profundidad bajo el hielo, pudiera existir un océano de agua líquida capaz de alojar vida microscópica, similar a las algas que existen bajo los hielos del Ártico o la Antártida. De nuevo, todo se basa en suposiciones que hoy por hoy son imposibles de verificar.

No obstante, esta posibilidad presenta tres serios inconvenientes: primero, si hay un océano de 100 kilómetros de espesor como mínimo bajo la superficie helada de Europa, (es decir, veinte veces más profundo que los océanos de la Tierra) ejercerá una presión tan elevada que resultará incompatible con cualquier forma microbiana de vida. Los seres vivos no pueden tolerar una presión arbitrariamente elevada; segundo, incluso aunque alguna forma extraña de vida pudiera tolerar semejantes presiones, la luz del Sol no puede penetrar el espeso hielo y eso implica que los océanos de Europa tienen muy poca energía disponible para la actividad biológica; y en tercer lugar, los océanos de Europa pueden ser un inmenso Mar Muerto del tamaño del planeta, demasiado salados para mantener la vida. Su congelación periódica hace que el agua líquida se vuelva más salada ya que la sal no se incorpora al hielo, y esto mataría a los seres vivos.

Por tanto, después de examinar todos los cuerpos celestes que constituyen el Sistema Solar, no parece que la vida sea ese fenómeno emergente que tiende a aparecer por doquier con relativa facilidad, cuando confluyen esas tres condiciones casi mágicas que propone la exobiología: agua, energía y los elementos químicos característicos de la materia orgánica.

Más bien se confirma la hipótesis contraria. A saber, que la vida es una manifestación altamente singular y especializada, propia de un mundo con características tan especiales como las del planeta Tierra. La próxima semana concluiremos esta serie sobre la singularidad de nuestro planeta y comprobaremos el fracaso del principio de mediocridad a la luz de los actuales conocimientos astronómicos.

1 O’Leary, D. 2011, ¿Por diseño o por azar?, Clie, p. 39.
2 Oxford Dictionary of Thematic Quotations, 2000.
3 González, G. y Richards, J. W. 2006, El planeta privilegiado, Palabra, Madrid.
 

 


1
COMENTARIOS

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Respondiendo a

Galo Nómez
18/08/2014
17:43 h
1
 
Bueno. También está lo opción de existencia de vida extraterrestre que tolere condiciones distintas a las existentes en la Tierra. Aunque para ello muchos dicen que deberían darse ciertas situaciones en el universo que, la verdad, son escasas y se circunscriben al Sistema Solar.
 



 
 
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