El hombre a gatas

Advertida por el modo en que la comadrona cogía casi al vuelo los niños que salían del vientre de las madres, en el alumbramiento de su hijo, tomó la precaución de colocar un cojín en el suelo para amortiguar un posible golpe.

Cuando el bebé alcanzó los doce meses, con el fin de evitar las caídas, hizo todo lo posible para impedir que caminase. Le puso un ladrillo sobre su espalda, luego dos, tres… según iba creciendo, con objeto de impedir su incorporación. La familia y amistades vieron algo anormal en la conducta de la madre pero, como es natural, le dejaban hacer porque cada cual educa a sus hijos como sabe. Según decía ella era una práctica bastante común en Suiza. El niño al principio protestaba, pero con los años agradeció a su madre aquel plus de maternidad que otras no mostraron hacia sus hijos. “¡De cuántos peligros me habrá librado mi madre!”, se decía complaciente.

Consiguió mucha destreza en el gateo. Iba y volvía de la escuela a cuatro patas. Pronto le reconoció el vecindario por la habilidad inusual de gatear en los cinco, siete, diez, y más años. A pesar de ello no perdía en las competiciones deportivas. En clase se le proporcionó un cojín, y en casa comía en el suelo.

Lo más escandaloso fue el día de su boda. Gatear por todo el pasillo de la iglesia fue muy humillante para la novia. Su suegra le había convencido de que, para la integridad física de su hijo, lo más conveniente era evitar que se incorporase. “Deberías sentirte orgullosa de que te lo entregue en perfecto estado”, le decía la madre. Y la pobre no quiso verse responsable de las consecuencias de una estrepitosa caída. Tuvieron tres hijos que, curiosamente, a los ocho meses caminaban todos. No les faltó la diversión de tener en casa un papá-caballito. Harta la esposa de intentar levantarlo de su postración, por fin se divorció de él.

Sumamente abatido, nuestro gateador fue socorrido solícitamente por su incondicional madre. Fue a vivir con ella, y así estuvieron por años. Mientras permanecía sentada en su mecedora, la anciana reposaba su protectora mano sobre la cabeza, ahora calva, de su cuadrúpedo hijo.

Una vecina les ofreció un pit bull terrier que la anciana aceptó encantada a pesar de la advertencia de doña Juliana de la peligrosidad del perro. Pero el hijo empezó a sentirse incómodo con la presencia del can. Sacarlo a pasear era todo un espectáculo. Además se culpaba de sentir celos. ¡Qué estúpido, celos de un perro!

Una desgraciada noche de luna llena ocurrió lo peor. Por toda la escalera se escuchó un grito desgarrador que levantó de la cama a todos los vecinos. Cuando la policía consiguió entrar en el piso descubrieron a la anciana sin vida en el suelo, al pit bull terrier lamiéndole el rostro y al hijo… de pie.