Ciertamente, para el ser humano, Dios es incomprensible. En esencia, siendo Él infinito y nosotros finitos, siendo nosotros imagen de Él, pero no Él, y añadiéndole a esto todas las reticencias asociadas a nuestro necio corazón, no podemos por menos que decir que, en el mejor de los casos (el de aquellos que profesamos haberle conocido) Dios es, para nosotros, un gran misterio.
De hecho, para la mente humana, Dios esconde en su carácter
múltiples paradojas que, cuando estemos en Su presencia finalmente, esperamos, se aclararán. Para los que dicen no creer o así lo han decidido, esas paradojas no son tales, sino simples y puras contradicciones que sirven como argumento perfecto para la incredulidad. Aunque debo reconocer que soy escéptica con los escépticos, porque tantas y tantas veces tengo la sensación de que no se trata tanto de que “no creen en nada”, como de que no tienen ninguna intención de que algo tan “tedioso” como una forma de vida comprometida con el Creador y Sus propósitos vaya a “amargarles” la vida. Pero ese sería tema para otra reflexión…
Ahora bien, volviendo al asunto de las paradojas, probablemente una de las que menos se comprende o quizá más se tergiversa es la que tiene que ver con la idea de
un Dios de amor que, a la vez, es un Dios justo. Verdaderamente, es difícil de comprender y no seré yo quien pueda desenredar la madeja como si mi comprensión de Dios fuera perfecta, que dista mucho de serlo. Pero sí me parece que, en ocasiones, los intentos de autojustificación del ser humano se meten de lleno en el absurdo y lo sorprendente es que, incluso a pesar de ello, quizá a golpe de tanta repetición, las personas terminan creyéndoselo e, incluso, son capaces hasta de hacer dudar a los propios creyentes.
Para quienes puedan estar sorprendiéndose con esto que acabo de decir, sólo voy a invitar a pensar por un momento en cuánto otras cosmovisiones e influencias filosóficas seculares están invadiendo nuestras iglesias,
cuán influenciados estamos los cristianos por lo que se opina en el mundo sobre ciertos temas y cuán ignorantes nos mantenemos, sin embargo, de la postura divina ante las mismas cuestiones. No es la primera vez, y me temo que tampoco será la última, que escucho con tristeza a cristianos, de cierta “solera” incluso, ir “edulcorando” y suavizando el amargo sabor que les produce un Dios que hará justicia.
Por alguna razón eliminamos con excesiva facilidad de nuestra visión del evangelio y, por supuesto, de la que proclamamos, el elemento de juicio en el que termina nuestra vida. Y así las cosas, terminamos convirtiendo en el extremo a Dios en un viejecito bonachón que finalmente, en pro de hacer valer esa misericordia Suya, nos pasará la mano a todos haciendo la vista gorda a nuestras múltiples ofensas.
¿Tan difícil resulta comprender que la misericordia de Dios es posible a la par que es un Dios justo? ¿Es tan complicado entender que Su bondad se muestra en su expresión de perdón a quien verdaderamente se arrepiente, pero no se muestra en ignorar las ofensas de Sus criaturas? Dios es bueno, pero no se hace el tonto, discúlpenme la expresión.
Lejos de pretender ser irreverente, lo que quiero transmitir es que,
cuando difuminamos la justicia y el juicio de Dios, nos cargamos literalmente Su carácter. Dios no va a echar por tierra Su esencia de justicia por una misericordia mal entendida de nuestra parte. Entiendo que nos resulte mucho más cómodo pensar en un amor elástico en el que Dios tiene que estar al servicio de nuestros caprichos y tendencias y no más bien uno que le honre y nos ponga en el justo papel que nos corresponde. Pero, francamente, cuando escucho a cristianos y no cristianos tan convencidos con argumentos absolutamente pueriles y de parvulario, me entran ganas de gritar. Y vuelven a mi mente los llamados de Dios a Su pueblo a través de Isaías y tantos otros, apelando a la cordura de un pueblo que no quería ver y tampoco quería escuchar.
Ni dentro ni fuera podemos seguir permitiéndonos quedarnos tan tranquilos antes esa absurda imagen de un Dios-Papá Noel que nos hemos creado en nuestra cabeza. Tenemos un Dios que ha expresado en términos meridianamente claros los términos de Su misericordia, aunque si estamos atentos, nunca dejará de sorprendernos porque esas misericordias son nuevas para nosotros cada mañana y nuestra mente jamás podrá abarcarlas verdaderamente. Es en Cristo y en Su sacrificio y sólo en Él que nuestras deudas, que las tenemos, han sido pagadas y resueltas.
Quien no pasa por ahí, sintiéndolo mucho, se queda fuera. Y eso no convierte a Dios en un tirano. Él es, simplemente, Dios y es, por tanto, el que pone las normas. En esto no hay peros que valgan. Con cada pero nos atamos una soga al cuello. Pudiera parecernos que el efecto inmediato que produce es liberador porque nos da un poco más de “cuartelillo”. Al fin y al cabo, “las cosas no son ni tan blancas ni tan negras; seguro que Dios, que es amor, al final nos perdona a todos”. Pero, perdónenme, tendríamos un Dios absolutamente estúpido si, siendo ese el final de la historia, hubiera decidido mandar a Su único Hijo a morir por nosotros. ¿No les parece?
Cada cual puede pensar lo que quiera y actuar en consecuencia.
Pero edulcorar la realidad nunca fue una estrategia que sirviera para nada. Más bien contribuye al engaño y al autoengaño, aficiones a las que, desgraciadamente, el ser humano es más que adicto. Fuera de eso, Dios no va a moverse ni un milímetro respecto a su postura en cuanto a la salvación, por muchas vueltas de tuerca que queramos darle nosotros. Él tendrá misericordia de quien quiera tener misericordia, y el camino hacia ésta sólo tiene forma de cruz.
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