«Piensa en grande» leemos en algún cartel por allí.
Pensar en grande parece ser lo estándar en el día presente. Lo grande es lo que impresiona, lo que vale; lo pequeño, carece de importancia.
Esta tendencia ha llegado a ser una especie de norma en muchas de nuestras iglesias. Los cultos a Dios tienen que ser «grandes y bulliciosos». Pareciera que mientras más ruido hacemos, más espirituales somos; y más convincente llegará la alabanza a los oídos de Dios. ¿Será que, inconscientemente tratamos de impresionarlo?
Desde la plataforma se nos pide, o a veces se nos ordena, que nos pongamos de pie, nos volvamos a sentar, que nos paremos de nuevo («para mayor reverencia» como si la reverencia a Dios dependiera de la posición en que nos encontremos físicamente y no de la actitud de la persona), que alcemos las manos, que lo alabemos sonoramente. Lo que no es sonoro no sirve. Todo tiene que ser grande porque nuestro Dios es grande. Pareciera que por su grandeza, Dios no toma en cuenta lo pequeño. ¡Paja molida!
No nos habíamos preguntado sino hasta ahora, si el Espíritu Santo es inducible; es decir, si al Espíritu Santo lo podemos entusiasmar con nuestro entusiasmo; conmover con nuestras conmociones; hacer que brinque con nuestros brincos; emocionar con nuestras emociones. La alabanza que sale del corazón del creyente puede tomar diversas formas «según el Espíritu les daba que hablasen» (perdón por sacar de contexto esta frase de Hechos 2.4): a veces cantando con la congregación; otras, oyendo cantar a los demás; a veces, poniéndonos de pie; otras, quedándonos sentados. Pero se nos dice, o se nos ordena: «¡Alábalo! ¡Alábalo! ¡Alábalo!» lo que debe entenderse como que yo también tengo que unirme, sonoramente, al coro que alaba. Esto es inducir. O instigar. Esto es intentar hacer lo que solo el Señor puede hacer en la mente de la persona. Se nos recuerda la danza del rey David con las mofas de su esposa Mical incluidas (2 Samuel 6.16). Y alguien, sin desmerecer a David, recuerda a aquel Elías que descubrió que el Dios Omnipotente que se había manifestado en forma tan categórica cuando la competición del profeta con los cuatrocientos cincuenta sacerdotes de Baal, no estaba —como él parecía esperar que estuviera— ni en el poderoso viento, ni en el terremoto, ni en el fuego sino que estaba en «un silbo apacible y delicado» (1 Reyes 19.12). ¡Qué decepción!
Los milagros, quizás sin darnos cuenta, los hemos categorizado en pequeños, regulares y grandes; o, como lo pongo en el título, en milagritos, milagros y milagrotes.
Los milagros y los milagrotes son los que nos impresionan y a los que dedicamos nuestra mayor atención. Los encontramos con bastante profusión en la Biblia: un Mar Rojo que se abre, milagrote; un matrimonio que a los cien años de edad tiene a su primero y único hijo, milagrote; una voz que ordena al padre detener el cuchillo con el que va a sacrificar a su hijo, proveyéndole, en su lugar, «un carnero trabado en un zarzal por sus cuernos», milagrote. Un Esaú que, lejos de esperar encontrarse con su hermano para matarlo en venganza, lo abraza y llora sobre su hombro mientras su hermano llora sobre el de él, milagrote. Un Pedro que abandona la cárcel guiado por un ángel sin que se abra ninguna puerta y sin que los guardias se percaten de lo que está ocurriendo, milagro; un Pablo que, mordido por una serpiente venenosa la sacude, la echa en el fuego y sigue su vida como si nada, milagro; la salvación de toda una ciudad perversa por la palabra de un profeta de Dios, milagro; la multiplicación de unos cuantos panes y dos peces para alimentar a miles, milagrote; una gruesa cortina del templo que se rompe de arriba abajo a la muerte del Hijo de Dios, milagrote. Un ciego gritón que recibe la vista, milagro; diez leprosos sanados cuando van camino del templo para presentarse ante el sacerdote, milagro. La sangre de Cristo capaz de lavar los pecados de la humanidad, el mayor milagrote de todos. («Si vuestros pecados fueren como la grana, como la nieve serán emblanquecidos; si fueren rojos como el carmesí, vendrán a ser como blanca lana», Isaías 1.18). Y así podríamos seguir citando caso más caso.
Cuando en esta época en que nos ha tocado vivir tratamos de compartir nuestras experiencias espirituales, tendemos a restarles importancia a los milagritos; esos que Dios lleva a cabo con una sonrisa complaciente en su rostro, como quien extiende la mano para pasarla por el lomo de su mascota.
Y a propósito de mascota, a comienzos de este año de 2014 alguien ofreció regalarnos un perrito. Recién nacido, se veía amoroso. Y pequeñito. Lo quisimos a primera vista y nos lo llevamos. Con el paso del tiempo, la supuesta mascota creció quedando en evidencia que no era una mascota sino una mascotota, una especie de mastín que juega, que brinca, que ladra y que muerde y que si uno se descuida, desbarata todo lo que encuentra a su paso. Una noche en que estábamos orando después de haber leído la Escritura, comenzó a hacer un ruido infernal. Nunca se había comportado así. Parecía empeñado en interrumpirnos. ¡Y vaya que lo logró! En medio de la oración, hicimos un paréntesis y le dijimos a Dios que por favor controlara a ese animal. Fue algo instantáneo. Enmudeció y se durmió plácidamente. Entonces seguimos con la oración. ¡Milagrito! En medio de la noche y en una calle solitaria, su auto se descompone. Ni negocios ni gasolinera cerca. La conductora ora. Y de pronto, las luces de otro vehículo se acercan. Es lo que en Miami se les llama un
Road Ranger; un vehículo que ayuda a los conductores en el camino. «Señora, ¿tiene problemas con su auto? Alguien me llamó por radio para decirme que…» La señora rompe a llorar. Lo único que le puede decir entre sollozos es: «¡Dios fue quien lo llamó!» ¡Milagrito! (Como esto se escribe en la era de los celulares, la señora carecía de este aparatito factotum.)
En estos días recibimos noticias de una persona que ha venido soportando una larga serie de sesiones de quimioterapia. Su esposo dice: «Creemos en la medicina moderna, pero nuestra fe se basa en la voluntad de Dios que siempre obra lo mejor para nosotros». Y vemos la foto y la encontramos muy recuperada. ¡Milagro! En la lectura de anoche de nuestro devocionario
Jesús te llama, nos encontramos con esto: «Abre tus manos y tu corazón para recibir este día como un regalo precioso de Mi parte. Yo comienzo cada día con un amanecer anunciando Mi Presencia radiante. Para cuando tú te estás levantando, ya Yo he preparado el día por el cual transitarás». ¿Milagrito o milagrote?
Cada amanecer es un milagro, cada salida del sol es un milagro, cada tanda de sueño y cada despertar nuestro, cada flor con sus colores y sus aromas, son un milagro; cada vuelta que da la sangre por nuestro cuerpo es un milagro; cada latido del corazón es un milagro. Milagro, milagrito, milagrote. No importa. La vida está hecha de milagros, no producto de la casualidad, sino salidos —en una línea que jamás se interrumpe— de la mano poderosa y amable del Dios que hizo los cielos y la tierra.
Sensibilidad para reconocer las maravillas –grandes o pequeñas—que hace Dios a nuestro alrededor y a nuestro favor es el nombre del juego.
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