Erase una vez un borriquillo “pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría hecho de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”.
Este borriquito nació al mundo de la lírica hace ahora cien años, en 1914. Fue su padre uno de los más grandes poetas de la generación del 27, Premio Nobel de literatura en 1956, Juan Ramón Jiménez.
Confidente suyo en horas de soledad, el poeta lo llama “dulce Platero trotón, burrillo mío, que llenaste mi alma tantas veces”.
PLATERO Y YO está escrito en un lenguaje casi infantil. Siempre de la mano del burro, o a caballo sobre él, el poeta conversa con Platero familiarmente. Su poder creador y energético permite descubrir los valores escondidos en las cosas pequeñas, patentes en breves cuadros de composición de paisajes como este: “la luna viene con nosotros, grande, redonda, pura. En los prados soñolientos se ven, vagamente, no se qué cabras negras, entre las zarzamoras”.
Juan Ramón se indigna a veces ante las bromas que tiene que soportar Platero por su condición de asno, y le dice: “De ti, tan intelectual, amigo del viejo y del niño, del arroyo y de la mariposa, del sol y del perro, de la flor y de la luna, paciente y reflexivo, melancólico y amable, Marco Aurelio de los Prados”.
En un largo y delicioso pasaje en el que Juan Ramón se entrega a su verdadera inspiración, la poesía, el autor evoca las andanzas, caprichos y mimos del borriquito. Dice:
“Lo dejo suelto y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas…Lo llamo dulcemente: “¿Platero?”, y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal…
Come cuando le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar; los higos morados, con su cristalina gotita de miel…
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña…; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paseo sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tien´asero…
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo”.
En un texto de su “autobiografía”, publicada en Madrid en 1907, el autor de PLATERO Y YO recuerda los años de su niñez:
“Nací en Moguer, Andalucía, la noche de Navidad de 1881. Mi padre era castellano y tenía los ojos azules; mi madre es andaluza y tiene los ojos negros. La blanca maravilla de mi pueblo guardó mi infancia en una casa vieja de grandes salones y verdes patios. De estos dulces años recuerdo bien que jugaba muy poco y era gran amigo de la soledad; las solemnidades, las visitas, las iglesias, me daban miedo. Mi mayor placer era hacer campitos y pasearme en el jardín por las tardes cuando volvía de la escuela y el cielo estaba rosa y lleno de aviones”.
A los diez años Juan Ramón ingresó en un colegio de jesuitas en Puerto de Santamaría, provincia de Cádiz. En 1896 se matriculó en la Facultad de Derecho en la Universidad de Sevilla. Por entonces ya cultivaba la poesía y la pintura. Tenía 19 años cuando se trasladó a Madrid, entrando en la famosa Institución Libre de Enseñanza, donde también estudiaron Dalí, Lorca, Buñuel, y otros genios de la literatura.
“La Institución –diría más tarde- fue el verdadero hogar de esa fina superioridad intelectual y espiritual que yo promulgo”.
En febrero de 1916 realiza un primer viaje a Estados Unidos. Poco después, el 2 de marzo, contrae matrimonio en la ciudad de los rascacielos con Zenobia Camprubi, bella mujer por cuyas venas corría sangre hindú. De regreso a la patria, el matrimonio se instala en Madrid, donde ambos continúan su labor literaria. Ayudado por su esposa, traduce la obra del poeta hindú Rabindranath Tagore, Premio Nobel de Literatura en 1913.
Al estallar la guerra civil española en 1936 Juan Ramón y Zenobia salen de España. Viven en Cuba, en Estados Unidos y posteriormente establecen residencia definitiva en Puerto Rico, donde el poeta imparte clases en la Universidad de San Juan. Zenobia muere de cáncer a finales de 1956. Poco tiempo después, el 29 de mayo de 1958, fallece el celebrado autor de muchos y buenos libros, entre ellos PLATERO Y YO.
Juan Ramón Jiménez fue hasta la hora de su muerte un autor anticatólico. Dejó escrito que no se oficiara funeral católico en el enterramiento de su cuerpo. De su anticatolicismo dejó constancia en varios de sus escritos.
En la página 106 de su libro ARISTOCRACIA Y DEMOCRACIA, Juan Ramón Jiménez dice que el catolicismo es un falso Cristianismo:
“Luego, las clases privilegiadas, a la sombra de la iglesia romana, han hecho del Cristianismo una religión para “clases” privilegiadas: No sé cómo es el catolicismo en los Estados Unidos; en Europa, por lo general, es un falso Cristianismo; ahoga en su rito extravagante y retórico la esencia ideal de Cristo”.
En el curso de una conferencia pronunciada en la Universidad de Puerto Rico en abril de 1954, Juan Ramón dijo:
“El catolicismo ha ido convirtiendo sucesivamente la religión cristiana en un Cristianismo idolátrico en donde intervienen mucho las peanas de unos, y las rodillas de otros… ¿Qué persona verdaderamente humana permitiría que nadie se arrodillase ante ella?”.
En una nota manuscrita, inédita y al parecer sin título descubierta por Saz-Orozco en la Universidad de Puerto Rico, Juan Ramón escribió:
“El catolicismo es una forma mucho más basta de paganismo que el paganismo porque (no tiene espíritu sino) ya tiene que ser hipócrita ante el Cristianismo. Es el paganismo detrás de la Iglesia”.
PLATERO Y YO es hoy un libro clásico en la literatura española. Anda a la zaga de los cuentos de Andersen y de Grimm, de Peter Pan y de Alicia en el país de las Maravillas.
Explicando su obra, dice el autor: “Este breve libro en donde la alegría y la pena son gemelas, cual las orejas de Platero, estaba escrito para… ¡qué sé yo para quién..! para quien escribimos los poetas líricos…Ahora que va a los niños, no le quito ni le pongo una coma. ¡Qué bien! Dondequiera que haya niños -dice Novalia- existe una edad de oro. Pues por esa edad de oro, que es como una isla espiritual caída del cielo, anda el corazón del poeta, y se encuentra allí tan a su gusto, que su mejor deseo sería no tener que abandonarla nunca…”.
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