Voy a citar a Henry Fielding, que empezar así un artículo siempre da aire cultureta. Pero no se crean, conozco poco acerca de su extensa obra literaria (únicamente he leído
Tom Jones, prodigioso y bizarro artefacto narrativo lleno de humor y talento), musical (¿o el crooner ese que todavía pasea a Delilah por ahí es otro?) o judicial (se ve que fue un gran luchador en el siglo XVIII contra las ejecuciones públicas y a favor de reformas penales).A lo que iba:
hay una cita de Fielding que me encanta, y que dice que “un diario consta siempre del mismo número de páginas, haya noticias o no”.
Esto viene a cuento después del reciente anuncio de la abdicación (que es como dimitir pero en noble) del Rey campechano. Fíjense: una noticia de la que sólo se sabe eso (El Rey abdica) acabó monopolizando todas las portadas de periódicos y generó decenas de programas especiales y tertulias (el tertuliano, esa raza que merecería un artículo) que se dedicaron, más que a informar, a elucubrar teorías y a sacar a relucir filias y fobias monárquicas, republicanas o sobre
Juego de Tronos. Y, claro, políticos varios se dieron prisa en poner en marcha la maquinaria de sus gabinetes para que regalaran a los periodistas ese engendro, ese monstruo que desayuna dignidad mediática y cena restos de teletipos, ese canto de sirenas hacia el que todo buen periodista se siente atraído a pesar de renegar de su atractiva existencia. Sí, amigos, hablo del ejercicio mediático más cómodo para todos que responde al nombre de...rueda de prensa. Sí, ese espacio que es la antítesis, el Moriarty, el Lex Luthor de lo que debe ser el trabajo informativo. ¿Currarse unas fuentes? ¿Ir en busca de datos, opiniones o hechos? ¿Para qué? Las ruedas de prensa son como esas cápsulas de alimento para astronautas, que cubren todas las necesidades nutritivas, pero que son una porquería.
La primera rueda de prensa a la que asistí en mi primer día como becario (otro mito: ser becario no es hacer prácticas, es sustituir a los periodistas titulares durante el verano), fue en el Ayuntamiento de Sabadell, donde presentaban el cartel y el programa de la fiesta mayor. Y fue mi primera gran decepción de la profesión. Fue como si en un restaurante un cliente ya trajera cocinado de casa un entrecot poco hecho y con guarnición de patatas fritas. O como si un paciente se presentara al quirófano pinchándose él mismo la anestesia y con una bandeja montada en casa y llena de bisturís, pinzas, un pañuelito para el sudor de la frente y enseres varios bien esterilizados. El periodismo es una de las profesiones que se supone más libre, pero una rueda de prensa resulta que marca el horario, el tema e incluso la duración del encuentro. Para redondearlo, si el periodista pregunta algo inconveniente se puede usar la excusa de que la convocatoria no era sobre aquel tema (el famoso “Això no toca” que en su día popularizó Jordi Pujol), llegándose incluso al extremo de las nocivas ruedas de prensa ¡sin preguntas! o hechas directamente desde una pantalla de plasma (fórmula a la que se abonó el PP después del bochornoso episodio de Cospedal del finiquito “en diferido” y la “simulación” de despido de Bárcenas).
Todo muy marciano, sí, pero empecé a descubrir que, a diario, las ruedas de prensa se acumulan. ¿La solución por la que opté? Ir cada vez a menos e intentar buscarme la vida por otras vías. Con algunos jefes de sección funcionó, y hasta lo valoraban, pero siempre existe el típico apalancado con el manido “a las ruedas de prensa siempre hay que ir, puesto que siempre se puede sacar algo”, teoría que se remata con aquello de “es igual que el tema sea poco importante, pero es un buen momento para preguntar sobre otras cuestiones”. Cuando escuché estas teorías (y siguen vigentes, lo juro por el agente especial Dale Cooper) tuve que condicionar muchas horas de mi trabajo alrededor de la agenda que marcaban partidos políticos, bancos, empresas, sindicatos, entidades sociales y hasta asociaciones de vecinos, con una retahíla de propuestas, quejas, respuestas, estudios, informes, dossiers, previsiones y un largo etcétera de tópicos para salir sí o sí en los papeles. Si hubiera formado parte de algún grupo de terapia para gente con problemas, podría haber levantado la mano, dicho mi nombre, escuchado “Hola Jordi” y contado como llegué a ir a ruedas de prensa...¡sin ningún tema concreto! o a partir de un mail que se anunciaba únicamente como...¡rueda de prensa!. Inquietante, sí.
Toda rueda de prensa que se precie debe seguir unos patrones similares. El primero, ya lo he dicho, hacerte perder media mañana (a pesar de que para muchos redactores, y juro que esto se oye en redacciones varias, es la forma de tener “un tema asegurado” para escribir ese día). También es condición que el convocante llegue tarde y con un montón de papeles bajo el brazo (aunque sean papeles de borrador, pero da pedigrí), aunque sólo se tenga que desplazar medio pasillo, mientras los periodistas nos concentramos en la sala de turno y le damos un rato a la sin hueso para quejarnos de lo mal que está el sector y criticar el exceso de ruedas de prensa. O sea, como criticar que hay demasiado fútbol sentados a las gradas del Camp Nou, el Bernabéu o el Benito Villamarín con camiseta, bufanda, gorra y trompeta.
Cuando entré en aquella sala del ayuntamiento pensaba que estaba preparado para el debut. Entré ilusionado (que más que de ilusión, debe derivar de iluso), mientras un bedel triste y de mirada perdida arrastraba tras de mi la pesada puerta del salón de plenos. En el último instante, nuestros ojos se cruzaron, pero ya era demasiado tarde. Ya me había adentrado en la dimensión desconocida. Con esos ojos de cordero degollado, el hombre de traje gris y alma de tono similar parecía decirme: “Yo estoy atrapado, pero ahora tú también”. Pero entré, repito, ilusionado y haciendo casi pequeños saltitos como un boxeador antes de subir al ring, como un niño antes de subir al tren de la Bruja, como un crítico musical antes de un concierto de Morrisey. La puesta en escena fue todo un ritual planificado: el regidor de Cultura llegó unos minutos tarde y con el porte entre serio
que-importante-que-soy y desenfadado
vengo-a-compartir-algo-guay-con-los-pringados-de-la-prensa.
Consultó algo en voz baja con el jefe de prensa municipal (seguramente no le dijo nada, pero el protocolo enfatizador lo requiere), dio un par de golpecitos al micrófono de la mesa (consiguiendo que se acoplara, ¡como si no lo supiera!), se aclaró la garganta, miró a los asistentes (más que nada por si falta ese medio afín al partido, que siempre hay uno, y más en una esfera local), dio la bienvenida y se deshizo en elogios hacia un horrendo cartel que calificó de innovador, transgresor y capaz de reflejar el talante festivo de la gente de Sabadell (mi primera incursión, también, en el circo de los tópicos) y hacia un programa plagado de gigantes, cabezudos, castellers, arroces populares y un concierto multitudinario de, creo, Ella Baila Sola, que eran como Los Pecos pero en chica. Casi ni tomé notas (todo lo que dijo estaba escrito en la nota de prensa y los datos recogidos en el programa), pero me vi rodeado de redactores poseídos por un ser espectral, que escribían y escribían y acababan preguntando alguna obviedad, mientras el cámara de la tele local pensaba en sus cosas y, de vez en cuando, comprobaba que el sonido entraba bien y que ese plano fijo con el que iba a revolucionar el mundo de los informativos seguía inmóvil. Descubrí también que los redactores de tele casi ni preguntan (a menudo han recibido la convocatoria minutos antes y no saben ni a qué van, más pendientes de anotar el minuto exacto en el que el regidor habla de ese cartel innovador, transgresor y capaz de reflejar el talante festivo y bla, bla, bla), mientras los de prensa escrita preguntan demasiado (ojo, que hacerlo está bien, pero no para justificar la asistencia).
Cuando salí de la rueda de prensa, después de comprobar lo mucho que se conocían el resto de periodistas y con qué facilidad se acercaban al regidor para reír de forma ostentosa, noté como la luz del sol me abofeteaba el rostro y me invitaba a volver a la vida. En una mano, la cartera con libreta, bolígrafo, grabadora y pilas de repuesto (sí, hablamos de los años 90). En la otra, un dossier de prensa que tenía todos los números para zambullirse durante los próximos años en una pila de papeles en la redacción que, en cualquier momento, podía tomar vida propia. Plantado en mitad de la plaza (como todas las que hay frente a un ayuntamiento), usé el dossier como visera para protegerme del sol, entrecerré ligeramente los párpados y, de reojo, me pareció que una cortina de esas pesadas y con borlas se cerraba sutilmente desde la primera planta del ayuntamiento. No fue ni un segundo, pero vi como una mano la apartaba un poco, lo suficiente como para permitir que los ojos del bedel gris se cruzaran por segunda vez en este artículo con los míos. Bajó rápido su mirada y, haciendo que no con la cabeza, soltó la cortina. Apenas se balanceó.
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