Todos los actos litúrgicos o rituales, incluidas las tres fiestas anuales, siempre son actos de encuentro. El pueblo, o la familia, o el propio individuo, aparecen delante de Yahveh. Esa es su significación. Y permanece para siempre; en el Mesías Redentor se han cumplido perfectamente, de una vez para siempre.
Los aspectos de realización cotidiana de esos rituales son muy variados, siempre con carencias, como indica su propio carácter de repetición permanente. Si pensamos, por ejemplo, en la fiesta de tabernáculos, resulta que durante 250 años, la mayoría de las tribus de Israel (las 10 del Norte) la “cumplieron” en otro mes. ¿Cómo se puede hacer fiesta así? ¿Qué “comunidad” es esa? Además, con dos santuarios, donde “el Dios de sus padres, que los sacó de Egipto” estaría presente. Todo arreglo humano para obtener y mantener poder humano. El Día de Expiación, ¿cómo celebrarlo en las tribus del Norte? ¿Dónde está allí el lugar sagrado por excelencia? Por otra parte, el Sur no está en mejor condición. Su apostasía permanente es manifiesta. En la cautividad no pueden celebrar sus fiestas ni sacrificios; cuando regresan vuelven a su tierra, pero con su mismo corazón, y fabrican un modelo judaico que, al final, condena al propio Mesías. Su fiesta es la exclusión del Cristo.
Pero las leyes del Señor son permanentes, de generación en generación, para siempre. Así es, y están cumplidas y permanecen con los redimidos, en la obra perfecta del Redentor.
El fundamento de presentarnos delante del Señor permanece. Lo hacemos cada momento; por eso es nuestra vida adoración y testimonio. No vamos a un lugar a adorar, o celebrar ritos. (¿Cuántas iglesias se han convertido en lugares altos de prostitución, por su culto de fabricación humana?) Ni aquí ni allí, en Espíritu y en Verdad, verdaderos adoradores.
Nuestro lugar de culto es nuestra propia existencia, tal como somos, con lo que tenemos. Este es el templo nuevo donde cada ofrece sus alabanzas. Esto no implica aislamiento o individualidad, porque nuestra existencia es colectiva, de comunidad.
Desde esta existencia festiva, con todas nuestras carencias y dificultades de cada día, hacemos ciudadanía con los demás. Anunciamos las leyes de nuestro Dios, con todos sus principios y usos.
Por ejemplo, que no se esclavicen con deudas. Podemos avisar de que no hay una pretendida “eficiencia” de los mercados (que siempre son mercaderes concretos), donde ese mercado tendría una energía, incluso ética, capaz de reorganizar la vida en la buena dirección. (Esto no es asunto menor. Pregunten a nuestros dirigentes políticos; si los mercados nos “tratan bien”, entonces lo que se hace es lo “justo y necesario”. Y se sigue caminando en y hacia la ruina.)
Podemos avisar, desde nuestro culto y adoración, nuestro encuentro con Yahveh, que las leyes no pueden juzgarse por su eficacia según produzcan frutos para esos mercados. La ley, hoy, se moldea según la necesidad política para la economía al servicio de esos mercaderes; todas las leyes quedan en dependencia a ese Supremo Fin. El “mercado” sería el lugar de la “eficiencia” de una ley, sería su demostración de “verdad” y de “justicia”.
Fuera de rituales y sacramentos, de lugares sagrados y supersticiones, el redimido es luz y sal, siempre en su encuentro con su Redentor, cada momento, con su vida, su existencia, su circunstancia.
(Para no alargar, la próxima semana, d. v., conversamos del diezmo.)
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