Es normal que mi
“Desde el Corazón” de hoy, siendo que aparece en el mismo Domingo en que estamos celebrando un Retiro de Iglesia, y en donde los temas que tan magistralmente nos está dando el excelente expositor bíblico y competente Psicólogo, Josep ARAGUÀS, esté influenciado en un personaje bíblico, ya que hemos aprendido mucho de la mujer que
“abandonó el cántaro” cuando descubrió el avanzar “de lo superficial a lo Real”, así como el caso de “uno” que “quedó atado a su corazón” y un tercero, que quedó tan sorprendido como bendecido, cuando recibió “al inesperado huésped”.
Con tal bagaje me he puesto a pensar sobre uno de los personajes del Nuevo Testamento, del que siempre que leo su historia me impresiona: Lázaro. Sí, Lázaro, al que Jesús resucitó en el Evangelio.
“Desde el Corazón” me he preguntado muchas veces cómo sería su vida después de la resurrección, qué pensaría de los que le rodeaban, cómo entendería esa segunda vida que le dieron de regalo. Me gustaría saber qué sentiría al ver de nuevo el sol, al oler las rosas, al acercarse -tal vez temblando- la cuchara a la boca, preguntándose, quizá, si esta segunda vida no sería un sueño o si, más bien, no habría sido un sueño toda la anterior. ¿Sería ahora -al paladear- lo más sabroso en su boca el jugo de las naranjas?
Y el tiempo, ¿sería ahora para él, más rápido y voraz o, por el contrario, lo vería pasar a su lado majestuosamente lento? No lo sé. Pero de algo estoy seguro: ahora su vida sería distinta, todo tendría sentido, visto, como lo veía, a la luz de la muerte dejada atrás. ¿O quizá seguiría temiendo la segunda muerte, la definitiva? y ¿la vería con terror?; ¿como un descanso definitivo?; ¿como un deseo de paz?
Eugene GLADSTONE O'NEILL
dramaturgo estadounidense,
Premio Nobel de Literatura y cuatro veces (una de ellas de modo póstumo) ganador del
Premio Pulitzer, al igual que otros prestigiosos escritores, quiso excavar en la vida de este muerto-resucitado, y transmitió mucho de él y su historia en su libro “Lázaro reía” (de 1926). Él pone en labios de Lázaro una risa terrible y compasiva cuando él, ya inmortal o, cuando menos, semi-inmortal, se volvía a sus pobres conciudadanos que jamás le habían visto y les decía: “esa es vuestra tragedia. ¡Olvidáis! ¡Olvidáis al Dios que hay en vosotros! ¡Queréis olvidar! El recuerdo implicaría el alto deber de vivir como un hijo de Dios... generosamente, con orgullo, con risa. Esa sería una victoria harto gloriosa para vosotros, una soledad harto terrible. Es más fácil olvidar, convertirse solamente en un hombre, en el hijo de una mujer; ocultarse en la vida contra su pecho, lloriquearle vuestro miedo a su resignado corazón y ser consolado por su resignación “Vivir negando la vida”.
Tuve que releer varias veces esas palabras, saboreándolas, desmenuzándolas. Porque son muy verdaderas. Es cierto, nos amorfinamos con la anestesia olvido para que no tener que pasarnos la vida descubriendo al lado de qué abismos vivimos, qué riesgo es el nuestro, si perdemos el Dios que llevamos dentro maniatado. El hombre, cada hombre, vive nueve de cada diez horas dormido. Se acurruca en su mediocridad. Vive como si le sobrara el tiempo y como si sus despilfarros de horas pudieran recuperarse mañana. Vivir como el hombre que somos, como el hijo de Dios que somos, sería como tener doce caballos tirándonos del alma, sin dejarnos practicar el deporte que más nos gusta: sestear, dejarnos vivir, recostarnos en la almohada del tiempo que se nos escapa. Sí, cada hora muerta es como si nos arropásemos con nuestra propia losa. Sí, comamos y bebamos, bailemos, encendamos el televisor, matemos esta tarde. Vivirla sería mucho más cuesta arriba. Y así, vamos matando y matando trozos de vida, convirtiéndonos no en hombres, sino en muñecos de hombres incompletos. Murió prematura-mente, decimos de quienes fallecen jóvenes. ¿Y quién no muere habiendo vivido -cuando más- un cuarto de sí mismo?
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