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Una bayoneta en las vísceras de Europa

Los Dukay es una novela marcada por estos movimientos que, durante el siglo XX, han pivotado en el continente más pequeño pero que siempre se mete en todo.
PREFERIRíA NO HACERLO AUTOR Jordi Torrents 23 DE MAYO DE 2014 22:00 h

Intento concentrarme, un ratito, en las elecciones europeas, esas que tan lejanas nos suenan, esas que generan debates y duelos infantiles sobre dimes y diretes entre valencianos y cañetes varios, esas que no acaban de aclararnos qué se debate exactamente en Bruselas. Europa suele revestirse con el disfraz de continente que ha progresado, que está a años luz de los bárbaros del sur, el este o el suroeste (ya sabemos que al oeste nos topamos con los otros garantes (?) de la democracia y las moderneces).

Me cuesta entender eso en un continente que no ha parado de emigrar, aunque nos empecinemos en construir alambradas con cuchillas; que no ha vivido nunca sin una guerra u otra abierta, y que mantiene aires paternalistas, neocolonialistas y con delirios de grandeza a pesar de convivir a diario con una corrupción tolerada e instalada en despachos de mesas caoba y trajes con pañuelo que sobresale, planchadito, del bolsillo de la chaqueta. Permíntanme que les hable de una novela viejuna, de 1949, pero que me ayudó a dar algo de forma a mi caótico imaginario particular sobre la historia del continente: Los Dukay, de Lajos Zilahy. Resulta que Zilahy (1891-1974) ya es claro ejemplo de ese batiburrillo de los cambios de fronteras. Nació en el otrora imperio austrohúngaro (Berlanga sería feliz, ya que esa palabreja aparece en todas sus películas) pero en territorio actualmente rumano, y murió en Yugoslavia, actualmente en lo que es la zona de Serbia, después de un exilio en los Estados Unidos por disconformidad con el régimen húngaro de posguerra. Tuvo una vida, por tanto, condicionada por las sacudidas de las fronteras europeas a lo largo de dos guerras mundiales.

Los Dukay, pues, es una novela marcada por estos movimientos que, durante el siglo XX, han pivotado en el continente más pequeño pero que siempre se mete en todo. A primera vista, Los Dukay es una grande histoire alrededor de una saga familiar, de una aristocracia en decadencia entre los dos grandes conflictos bélicos. También es un tratado de historia, una (re)visión antibelicista para criticar como una punta de bayoneta se fue hundiendo en el corazón de Europa para destruir las membranas invisibles de su cuerpo y el tejido nervioso de sus sueños. Y también es un ejercicio sociológico, de cruce entre la libertad de empresa y el comunismo, entre una colectivización utópica y controlada por policías verde espinaca y un capital privado indiferente a la miseria del trabajador. Pero es más, mucho más: Zilahy remacha el clavo de una historia con toques folletinescos, de novela realista (pero con el aliento de Proust en la nuca) y de amistades, traiciones y amores no correspondidos shakesperianos y con guiños a monsieur Flaubert con un toque justo de sobreactuación (sí, hay protagonistas literarios que parecen Ava Gardner en Mogambo) y, sobre todo, con la presencia de un personaje que hace de hilo conductor con un diario personal. Zilahy hace metaliteratura con un narrador omnisciente que, en tercera persona, controla el escenario y sabe qué es cierto y qué no, combinado con el diario personal de Kristina Dukay, en primera persona, que se convierte en una especie de lectura paralela con un punto paródico de las grandes novelas del XIX.

Kristina pertenece a una familia de la burguesía húngara, emparentada con príncipes, condes, duques y con toda aquella retahíla de residencias, castillos y hectáreas de tierras pobladas por ejércitos de sirvientes, como la fortaleza de Ararat, de nombre bíblico, en un valle inundado por el Danubio siglos atrás. A pesar del preciso marco histórico que expone Zilahy, estos Dukay son una invención, una especie de espectros, de prototipos de una nobleza venida a menos en medio de un continente sacudido. El mismo diario de Kristina es un ejercicio delicioso, casi de ilusión de vida. Una chica nace en el cambio de siglo (en una Hungría que Zilahy describe intoxicada por el poder material y espiritual otorgado por inventos revolucionarios como el aerostato y la radioactividad gracias a un trozo de pan con mantequilla), empieza escribiendo un horroroso poema sobre una pastorcilla y acaba enamorada. También acaba siendo parte implicada en de las desventuras de Carlos de Habsburgo, primero archiduque y después emperador casado con una Borbón. Su historia empieza como una suave bajada de todo un imperio, de una Europa que parecía aseada y que se va transformando, con batallas en campos alejados de los que toman las decisiones, con cartas falsificadas, con desertores, con alianzas –al estilo de “yo te doy Alsacia y tú el norte de Italia”– y con himnos grandilocuentes.

Entre realidad y ficción, el diario que nos propone Zilahy es casi un juego, una travesura entre la realidad y la ficción, entre los hechos y los deseos; un relato con apariencia íntima pero que se convierte en un exhibicionismo imposible de verificar, con elipsis voluntarias y silencios largos combinados con minuciosos retratos que pretenden ofrecer verosimilitud. Zilahy es un maestro, un prestidigitador de la palabra –define el diario de Kristina como “una retahíla de audaces mentiras”– y de los estilos, un vendedor ambulante de pociones que nos quiere adentrar en un diario comme il faut y en un pequeño tratado de historia europea. En realidad, pero, hace que nos enfrentamos a los miedos, a los deseos, a los anhelos de una generación que nace en un continente y que, en un cambio brusco de sentido hacia el abismo engulle a tres emperadores y cuatro reyes, tiene que cambiar bailes de salón escacharrados con lámparas de cristales por el exilio y una revolución social llena de adelantos, pero también de propaganda y adoctrinamiento a partir de una Primera Guerra Mundial que, como aquella bayoneta, arranca las vísceras de Europa.

Volveré a revisar las papeletas electorales por si acaso, y si encuentro el Partido Zilahy, ya tiene mi voto. No me digan que no. La primera fase del diario de Kristina ya es una declaración de principios: “Mademoiselle Barbier hoy se ha puesto una blusa de color malva”. A partir de entonces, el diario es una sucesión de vivencias y sensaciones, pero también de silencios (discretos silencios, dice el autor) y paréntesis. Incluso en momentos de hechos importantes, ese silencio puede estar latente, como los árboles que se olvidan de florecer o que, quizás, reposan mientras esperan misteriosas señales de la tormenta y de la tierra. Como Europa.
 

 


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