Hace 37 años conocí personalmente a Gabriel García Márquez. Iba él con Mercedes, su esposa de toda la vida, en el mismo avión que me llevaba desde Costa Rica a Rio de Janeiro. Yo me embarqué en San José y él lo hizo en Ciudad de Panamá.
Por aquellos años todavía Dios me tenía vagando por el desierto de la incertidumbre ministerial. Habrían de pasar todavía veintiuno más antes que llegara al límite de mi propio desierto y me decidiera a aceptar el empujoncito divino para entrar a «trompicones» a la tierra por la que me encuentro caminando ahora. Su estatura de gigante de las letras me sobrecogió y, mientras sentía que me iba haciendo más y más pequeñito, me limité a observarlo y a mantener con él un diálogo mental en el que le hice preguntas, escuché sus respuestas, pedí una que otra opinión a su mujer mientras espantaba la nube de mariposas amarillas que inundaban la cabina del avión.
Reímos, nos pusimos serios. Manejamos los silencios y gritamos a todo pulmón.
Al descender en el aeropuerto de Río me incliné, le besé los zapatos, y le dije: «Gabo, gracias por brindarme un rato de su presencia. En sus ojos, en su pelo, en su rostro, en su bigote, en su risa, en su mirada profunda he visto a José Arcadio Buendía, a Melquíades, a Aureliano Buendía y a Mauricio Babilonia; y en su mujer he visto a Úrsula Iguarán, a Amaranta y a doña Fernanda; he visto las viejas casas de Macondo; he visto su amada tierra colombiana».
Durante los escasos segundos que duró esta escena, Gabo no se movió. Ni Mercedes, que permanecía a su lado. Cuando se produjo el silencio me puso la mano en el hombro y me dijo: «Levántese mi amigo. ¿Recuerda al apóstol Pablo cuando en Listra lo confundieron con Mercurio y quisieron adorarlo? Lo mismo que les dijo a los listrenses le digo yo a usted: Yo soy un simple ser humano, tal como usted, así es que permítame estrechar su mano y vaya con Dios».(*)
Ahora me dispongo a leer de nuevo
Cien años de soledad, como una forma de adherir a la serie de homenajes que se estarán brindando en diversas partes del mundo a este colombiano que, aparte de ser un escritor excepcional tiene otras virtudes que a veces se nos antojan escasas en intelectos privilegiados como el suyo.
Admiro su sencillez, su socarronería y su picardía,(**) su forma de ver el mundo y particularmente a nuestra sufrida América Latina.(***) Admiro su inquebrantable amistad con Fidel y su elegante desprecio a la Sociedad Interamericana de Prensa que lo consiguió un poco a regañadientes —regañadientes de Gabo, no de la SIP— para que asistiera a recibir el homenaje que le preparó en Cartagena de Indias en marzo de 2007.(****)
Subo un poco el volumen del tocadiscos de mi auto y me sumerjo en las aguas cristalinas de Macondo o entro un poco temeroso a la casa de barro donde la memoria imaginaria de Gabo encontró el misterioso material con el que armó esa obra maravillosa que desde 1967 viene revolucionando las letras hispanoamericanas.
Y para quienes deseen deleitarse con el vallenato
El corazón de Macondo de Gabriel Romero y Los Diablitos aquí lo incluyo como un regalo adicional a todos los que hoy lloran la muerte de este gigante de las letras y como la última mariposa amarilla que vuela y termina posándose en el lugar donde descansan sus restos.
El corazón de Macondo
Cuentan los viejos cantores
Que un pueblo olvidado se volvió leyenda
Donde volando el pasado
Nostalgias que el tiempo nos dejan herencia.
La fantasía se hizo realidad
Es tan genial los recuerdos que asombran
Voy caminando y me pongo a pensar
Dónde pudo quedar el corazón de Macondo.
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo.
Se sumergió en aguas cristalinas
O en un rincón de una casa de barro
Dejó su huella sembrada en la arena
O regresó a la memoria imaginaria de Gabo.
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo.
Si la hojarasca se forma y una guacharaca se siente
Cuando uno camina
Llega la muerte anunciada
Gritando que la ama, la hora se arrima.
El coronel no tiene quien le escriba
Y el general está en su laberinto
Los funerales de la Mama Grande
Relatan el naufragio que sus ojos han visto.
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo.
Del amor y otros demonios
Le pido a Dios que me salve la vida
Encontrar al patriarca en su otoño
Y el olor de guayaba que regrese algún día.
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo.
Ella asustándolo con duendes y brujas
Su abuela en Aracataca
Lo acostaba todos los días.
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo
El corazón de Macondo, el corazón de Macondo.
El corazón de Macondo
Que nunca lo he podido encontrar
Hace tiempo estoy viviendo
Cien años de soledad.
.........
(*) Gabo tenía un profundo conocimiento de la Escritura y es muy probable que en una de esas idas y avenidas por las que transitó recorriendo sus páginas se haya encontrado con el mismísimo Jesús y quién sabe si también lo derribó del caballo que lo llevaba, no en persecución de los cristianos de Damasco sino tras las musas que habían hecho de su corazón su hábitat permanente.
(**) Nótese que no digo «admiraba» sino «admiro» pues Gabo, como algunos seres humanos de excepción sigue viviendo entre nosotros, en medio de sus libros y en el mejor de los recuerdos de quienes lo admiramos.
(***) Gabo y yo coincidíamos en muchas cosas. Teníamos los mismos amigos y veíamos el mundo desde una perspectiva parecida. Gabo nunca adoptó posturas de líder político tratando de convencer a nadie que tal o cual ideología es mejor que otra. Su mensaje fue la literatura como el mío la fe en mi Cristo.
(****) El escritor se entendía muy bien con la Real Academia Española y bastante mal con la SIP, ambas organizadores del evento en Cartagena de Indias.
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