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Simplemente Anita

EL ESCRIBIDOR AUTOR Eugenio Orellana 12 DE ABRIL DE 2014 22:00 h

No fue sino sin cierto temorcillo que se llegó a la caseta del guarda, presentó su cédula de identidad y esperó que este hiciera las anotaciones y las llamadas por citófono de rigor, pulsara un botón, el portón hiciera un clic y comenzara lentamente a abrirse. Como para recuperar la seguridad en sí mismo que se había visto algo comprometida por lo que le habían dicho, se entretuvo contando los pasos desde el boquete del portón hasta la entrada del edificio: veinte exactos.

En efecto, le habían advertido que la secretaria con la que tendría que vérselas era vieja, arpía (ese término habían usado), que echaba chispas por los ojos y que en lugar de hablar, rugía.
Ante advertencia tan categórica, no pudo dejar de pensar en aquel Can Cerbero de tres cabezas y una serpiente por cola cuya labor era guardar la entrada del Hades para que ningún ser humano entrara sin permiso y ningún espectro consiguiera salir de los infiernos.

«Ni te acerqués» le habían dicho en un tono que no dejaba lugar a dudas sobre la veracidad de lo afirmado, «porque si le caés mal, te va a decir que no a todo y hasta te puede poner de patitas en la calle antes que podás decir “pío”».

La oficina a la que entró, que sin duda era «la antesala de los infiernos» (sonrió al pensarlo) le impresionó bien. Había cuatro parroquianos, además de la vieja arpía. Tres esperaban turno y el cuarto permanecía sentado frente a ella que, escritorio de por medio, revisaba papeles y hacía anotaciones.

Todo parecía tranquilo. Puso oídos pero no escuchó ruidos extraños. Ni rugidos. Olfateó tratando de percibir algún «tufillo» cargado al azufre, pero nada. Todo se veía de lo más normal. «¿Me habré equivocado de oficina?» se dijo y, para salir de dudas, retrocedió unos pasos para ver si a la entrada había alguna identificación a la que no le había prestado atención, preocupado como iba ante el encuentro con la vieja. Era la oficina. Estaba seguro. De lo que ahora no estaba muy seguro era si la funcionaria que se mantenía revisando y escribiendo al lado de allá del escritorio era la arpía de la que le habían hecho tan lapidarias advertencias.

Tan concentrada estaba «la vieja» en su trabajo (anticipándome a lo que viene más adelante empiezo aquí a poner vieja entre comillas y a eliminar lo de arpía) que pareció no darse cuenta de su llegada; sin embargo, sí lo había notado como se lo corroboró lo que hizo a continuación. Quitó por un segundo los ojos de los papeles que revisaba, lo miró y con una especie de sonrisa entre amable y afectuosa le dijo, con un tono que él interpretó como cordial: «¿Cuál es el propósito de su visita?»

Nada de rugidos, ni chisporroteos ni humaredas. La forma en que le había hecho la pregunta que le pareció más que amable, una forma graciosa de hacerlo sentir bienvenido, además de lo que agregó sin palabras, con el idioma de los ojos, le hizo pensar: «Esta no puede ser “la vieja” de que me hablaron».

Le explicó en qué trámites andaba, ella abrió una gaveta, sacó un formulario, le dijo «acérquese», él se acercó al tiempo que percibía un grato aroma que flotaba en el ambiente y que como el teniente coronel Frank Slade (Al Pacino, «Perfume de mujer») identificó como Channel 5, tomó un bolígrafo que ella, con delicada mano le ofrecía, e inclinándose levemente sobre el escritorio, llenó los espacios. No eran muchos los datos que debía proporcionar de modo que en un par de minutos le entregó bolígrafo y formulario. Ella le echó un vistazo al papel y, como único comentario, dijo: «¡Qué linda letra tiene!» Él pensó decirle, a modo de respuesta, algo así como «habría sido mejor si su amabilidad, su sonrisa, su pulcra elegancia y su perfume no me hubieran puesto algo nervioso».
Ella, como adivinando sus pensamientos, lo miró con esos ojos que no dejaban de decir cosas amables y volvió a su trabajo, mientras él a su vez volvía al lugar donde, de pie, esperaba su turno.
Al pasar de los minutos, los demás parroquianos fueron retirándose después de haber sido atendidos por ella u otros funcionarios de oficinas interiores. Él quedó solo. Ella lo llamó. Él se acercó. Ella le ofreció el asiento destinado a los consultantes. Él se sentó y recordando aquello de «¡qué linda letra tiene!» comenzó a canturrear por lo bajo, haciéndose el desentendido como Neruda cuando dijo me gusta cuando callas porque estás como ausente:

Qué bonitos ojos tienes
Debajo de esas dos cejas
Debajo de esas dos cejas
Qué bonitos ojos tienes.
Ellos me quieren mirar
Pero tú no los dejas
Pero tú no los dejas
Ni siquiera parpadear.

Todavía intrigado por el pre-juicio con que había llegado, quiso preguntarle: «Perdone, ¿es usted “la vieja arpía” de que me hablaron otros que supuestamente han estado aquí antes?» pero prefirió ser menos directo: «¿Tiene mucho tiempo en este trabajo?» La respuesta de ella no le dejó dudas: Era «la vieja arpía», pero no era ni «vieja» ni era «arpía». «Algo más de dos años». «¿Y le gusta atender público o preferiría ser la jefa de toda la oficina?»

Ella sonrió y al hacerlo, reveló una dentadura que a él le pareció ser el complemento perfecto de la buena impresión que comunicaba; es decir, no era solo cuestión de ojos, de mirada, de gestos, de palabras y de perfumes; era también cuestión de dentadura, y de labios.
«Me gusta mi trabajo, solo que a veces…»

Mientras terminaba la frase él ya no la escuchaba. Sus pensamientos se habían vuelto a aquellos que le habían hablado de ella en forma tan descalificadora. Y se dijo: «¡Parece que las arpías no viven aquí sino que vienen de afuera!»

Después de haber leído el formulario que él había llenado y que ahora tenía sobre el escritorio, se dirigió a él por su nombre de pila.

«¿Y usted cómo se llama?» se atrevió a preguntarle porque había mirado sin resultado sobre el escritorio buscando alguna placa con su nombre.

«Anita».

Pudo haber dicho Ana, pero dijo Anita lo que, como la pieza que faltaba para completar el puzle, encajó suavemente en el espacio de su justa medida. No había habido, acompañando al nombre, ni vanidad ni un intento de impresionar. ¡Simplemente Anita!

Mientras le contestaba, quiso escribir algo sobre el formulario que ocupaba su atención. Buscó el bolígrafo —los bolígrafos— y no encontró ninguno. «¡Qué barbaridad!» dijo, más sorprendida que enfadada. «La gente se lleva mis bolígrafos; mire, ahora no tengo con qué escribir».

Él, sin decir palabra, echó mano del suyo, un Cross plateado y se lo pasó al tiempo que le decía: «Lo que yo me llevaría sería este corazón con esa frase tan sugerente: El amor no es egoísta que adorna su escritorio.

Le había llamado la atención figura y frase y pensó que sería un buen recuerdo para cuando estuviera lejos.

Ella terminó de escribir y quiso devolverle el bolígrafo pero él, rechazándolo, le dijo: «Quédeselo. Es suyo. Y si me pregunta por qué se lo regalo le diría que usted, hoy, ha hecho un impacto en mí. Y me ha enseñado que no todas las personas son como se dice que son».

Ella se mantuvo en silencio. Solo esbozó una sonrisa. Entornó los ojos, alargó el brazo, cogió el corazón con la frase El amor no es egoísta, y le dijo: «Primera de Corintios 13. Quédeselo porque usted también ha hecho un impacto en mí. No basta tener buena letra. Hay que tener, además, buen corazón y usted parece tenerlo».
 

 


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