La Concha

Gorka se tomó en serio aquello de dar testimonio de su conversión a familiares, amigos y vecinos según recomendaba Romanos 10:9. Una de las personas con la que más le ilusionaba compartirlo era la Concha, su vecina más entrañable. En su infancia, que recuerde, fue la única persona adulta que jugó con él.

La Concha prestó atención a las palabras de Gorka pero le confesó que la religión no era lo que más le preocupaba. Tenía marido y tres hijas en quien pensar.

Pasado un tiempo Gorka se enteró de que la Concha había entrado en prisión. Tal vez si hubiese sido una infanta de la monarquía española, los negocios turbios de su marido no le habrían salpicado, pero el precio por encubrirlo era seis meses en la cárcel. “Quizá reflexione y Dios le haga cambiar”, se decía Gorka.

Pasados los seis meses Gorka fue a visitarla en su casa con la preocupación evangélica por su destino eterno. Se alegraron de verse y la Concha le dio detalles de su experiencia. Gorka reparó en un visitante.

—Pero, ¿de quién es este niño? —le preguntó.

—Es de una compañera de prisión, se me rompió el alma de ver esta criatura entre rejas. Me lo he quedado mientras la madre acaba de cumplir condena.

El pensamiento de Gorka voló en un instante. La Concha estaba más allá de la llamada salvación personal y pasa directamente a preocuparse por los demás. Sin fe daba mejores frutos que él con fe. Se tragó todo el discurso religioso que tenía preparado y supo reaccionar a tiempo.

—Si necesitas canguro para el niño no dudes en contar conmigo.

—Tranquilo, ya contaba contigo. Jamás he dudado de ti.