Preguntado al término de su conferencia un eminente teórico de la comunicación acerca de si había trabajado alguna vez con ciegos y sordos, contestó al punto sin pestañear: “Lo hago cada día”.
Obviamente, no se refería a ciegos y sordos físicos, sino funcionales -“..viendo no ven, y oyendo no oyen”, Mateo 13:13b-.
Un error tan disparatado como descomunal es atribuir al silencio de los medios sobre nosotros los protestantes en el hecho de que “no ponemos bombas”. Santo Dios. Quienes incurren en tamaño dislate nos están poniendo a los periodistas a la altura del betún. El deber del periodista es informar de las cosas que pasan. Las que son noticia. Punto.
“¡Se nos encienden las alarmas!” es desafortunadísima frase que todavía se oye de vez en cuando entre líderes evangélicos cuando se hace referencia al anuncio de algún tema dado en el que se ha sabido que está trabajando algún periodista. Buscar algún tipo de relación de tales palabras de “bienvenida” con el Evangelio de Jesús de Nazaret es perder miserablemente el tiempo.
Empatía. Los zapatos del otro. Para no seguir cansando al sufrido lector o lectora que haya seguido hasta aquí, permítaseme rematar esta serie con el relato de un hecho que aconteció hace treinta y cuatro años.
Estamos a 2 de febrero del año 1978. Un servidor trabajaba en la Redacción de
Cuadernos para el Diálogo, medio que habíamos conseguido el Borrador de la Constitución Española que se aprobaría el 6 de diciembre de ese año, del que habíamos publicado en exclusiva los 39 primeros artículos y cuyo texto borrador que compartimos con
El País y pusimos luego libremente a disposición de los restantes medios.
Me pedía el cuerpo escribir un artículo sobre el “trágala” que el texto constitucional nos iba a imponer en materia religiosa, en el sentido de consagrar constitucionalmente la confesionalidad católica no tan encubierta del Estado, según claramente se desprendía del -para la población no católica- tristemente famoso artículo 16.3:
“Ninguna confesión tendrá carácter estatal. Los poderes públicos tendrán en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española y mantendrán las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia Católica y las demás confesiones.”
Estaba claro que la Constitución nos iba a dividir a los españoles en católicos y acatólicos. Dicho y hecho, me puse a escribir un artículo, que titulé
Constitución e iglesias -en plural y minúsculas-. Sobre a dónde enviarlo no me cupo ninguna duda: al diario de gran difusión que mejor representaba a la España en tránsito de la dictadura a la democracia:
El País.
Conocía a media Redacción del diario que dirigía Juan Luis Cebrián, pero para evitar poner a los responsables de Opinión en el compromiso de publicar a un colega o tener que decirle aquello de que “en este momento no nos encaja”, opté por meter el artículo en un sobre y enviarlo sin más por correo ordinario la sección de Opinión del diario.
El texto era largo, 1.186 palabras, casi tres folios. Para mejor identificarme también como protestante, no solo como colega periodista, lo firmé como miembro de la Asociación de Prensa y Publicaciones Evangélicas de España (AEPEE).
Para mi gran sorpresa, el jueves 2 de febrero
El País abría con mi artículo una sección de tribunas de opinión, “Ante el debate constitucional”, que mantendría a lo largo de todo el año 1978 hasta la promulgación de la Constitución.
Visto fríamente con la perspectiva de treinta y cuatro años, la verdad es que la repercusión en el campo evangélico fue bien discreta, a pesar de que Juan Antonio Monroy lo publicó en el número del mes de abril de su revista
Restauración, el único medio evangélico vivo por aquellas fechas.
Bien al contrario, alguna carta al director sí llegó de entornos del liderazgo evangélico cuestionando la “representatividad” del firmante del artículo, cosa que huelga decir en ningún momento se me ocurrió ostentar fuera de mi propia persona como miembro de una asociación a la que no recuerdo haber causado problema alguno; es más, en cuya refundación poco después pude desarrollar un papel activo junto a por delegación de los restantes asociados: José Cardona, Rubén Gil, Juan Gili, Antonio Martínez, Juan Antonio Monroy, Roberto Velert…
Y es que además del disco rayado del “No nos quieren”, el liderazgo evangélico no se ha liberado de otro lastre: el minifundio de representantes, a merced de las componendas o el capricho de las expendedurías de “pedigrís”.
Pero a la inflación de cargos y representatividades en nuestra España Protestante cada vez más Evangelical dedicaremos más adelante, si Dios quiere, algún que otro articulillo
ad hoc. Por hoy, con el beneplácito del director, el curro de edición de la Redacción y la paciencia y comprensión de los lectores, nos emplazamos para concluir el próximo domingo, si Dios quiere, este repasillo inocente y espero que constructivo a la cantinela errada del “No nos quieren”.
****
Descarga del artículo
Constitución e iglesias publicado por El País el 2 de febrero de 1978 (PDF).
Contra el ‘No nos quieren’ (1)
Contra el ‘No nos quieren’ (2)
Contra el ‘No nos quieren’ (3)
Si quieres comentar o