Misterio, milagro, escándalo, festividad, tradición… Eso y mucho más puede decirse acerca del acontecimiento hacia el cual apunta la celebración del 24 de diciembre. Misterio, porque la escasa racionalidad humana jamás alcanzará a comprender la resonancia de una acción divina tan paradójica. Milagro, por cuanto lo sucedido, desde el punto de vista de la fe, vino a trastocar el rumbo de todo lo establecido. Escándalo, debido a que la inconmensurable eternidad de Dios entró en contubernio permanente con lo finito, lo absolutamente espiritual, asumió una forma visible, material.
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“La encarnación de la Palabra” afirma la presencia de Dios en nuestro mundo como un miembro de este mundo, como Hombre entre los hombres. De ese modo, la revelación de Dios es para nosotros, y nuestra reconciliación es con Él. Que esta revelación y reconciliación ya han ocurrido es el contenido del mensaje de la Navidad. Pero aún en el mismo acto de conocer esta realidad y de oír el mensaje de la Navidad, nosotros tenemos que describir el encuentro de Dios y el mundo, de Dios y el hombre en la persona de Jesucristo —y no sólo el encuentro sino su llegar a ser uno con nosotros— como lo inconcebible.2
Lo que celebramos es el esfuerzo del Dios bíblico por establecerse en la historia de manera definitiva mediante el acto supremo de la encarnación, de la secularización absoluta de lo sagrado al instalarse en el ámbito de lo terrenal. La fiesta cristiana de la Navidad forma parte de un conjunto de realidades que, si se analizan con detenimiento, llevan al encuentro de diversas manifestaciones del encuentro con lo sagrado de una manera nueva y desafiante.
Aquél viejo proyecto anunciado por Isaías 40-55, la intención divina de llevar su luz a todos los habitantes de la tierra, llega de una manera totalmente inesperada: desde la más rotunda debilidad, la divinidad creadora y redentora se sumerge en el mundo y no teme arrastrar las consecuencias de semejante decisión: rechazo, incomprensión, martirio. El siervo dispuesto a acompañar la tragedia humana, el mismo que ha sido objeto de burla, cuya luz debía darse a conocer en diferentes momentos, finalmente encarna en la persona de Jesús, quien introduce en su vida toda la fuerza con que Dios quiso impactar la historia humana. Para Is 52.13-15 se trata de un triunfo de la fe sobre los poderes, para Is 60 es la presencia de la luz a la que cuesta tanto trabajo acostumbrarse porque si ilumina también deslumbra: “¡Álzate radiante, que llega tu luz,/ la gloria del Señor clarea sobre ti!/ Mira: la tiniebla cubre la tierra,/ negros nubarrones/ se ciernen sobre los pueblos,/ mas sobre ti clarea la luz del Señor,/ su gloria se dejará ver sobre ti;/ los pueblos caminarán a tu luz,/ los reyes al resplandor de tu alborada” (vv. 1-3). “Ya no será el sol tu luz durante el día,/ ni el resplandor de la luna te alumbrará,/ pues será el Señor tu luz para siempre,/ tu Dios te servirá de resplandor;/ tu sol ya no se pondrá/ y tu luna no menguará,/ pues será el Señor tu luz para siempre/ y se habrá cumplido tu tiempo de luto” (vv. 19-20). La luz ha de imponerse no sin conflicto, sobre la más intensa y temible oscuridad.
La excesiva familiaridad con los relatos evangélicos de Mateo y Lucas ha producido una visión narrativa que, sin proponérselo, esconde otros aspectos muy necesarios de elucidar y que, en el caso del Cuarto Evangelio, aparecen expuestos con enorme profundidad utilizando, una vez más, en línea directa con Isaías, la gran metáfora de la luz, y remontándose, literalmente, a la apertura de los cielos para volcarse en el terreno humano e histórico sin remedio alguno, pero con una conciencia impresionante de eternidad.
El Verbo, la Palabra preexistente, vino a insertarse en los intersticios de la conflictividad humana para destejer las cadenas de maldad e injusticia prevalecientes: “…esa vida era luz para la humanidad;/ luz que resplandece en las tinieblas/ y que las tinieblas no han podido sofocar” (Jn 1.4-5). “La verdadera luz, la que ilumina a toda la humanidad, estaba llegando al mundo” (1.9): con eso se cumple el proceso radical de encarnación, de entrar al ámbito físico e histórico y hacerse parte de él sin fingimientos ni falsedades, como sugirió el docetismo.
La luz de Dios vino en Jesús a enfrentar directamente las tinieblas y sus efectos en la existencia humana. “Dar testimonio de la luz” (vv. 7-8) significó para Juan, el llamado Bautista, acercarse al profundo misterio que Dios había desplegado en el mundo al introducirse para cambiar todas las cosas. La luz de Jesús penetra en las zonas de oscuridad para hacer visible el bien y el mal; los signos de luz se muestran por doquier para hacer presente su amor y su gracia, a pesar de la constante oposición (1.14). Todo esto es muy diferente al “espíritu navideño” que nos ahoga por todas partes: “El ‘espíritu navideño’ nos envuelve en esas luces y sombras, pero esa no es la ‘espera respecto al Mesías’. Porque esperar al Mesías quiere decir que no estamos conformes con la sociedad de la que somos parte, aunque sea una sociedad que ‘celebra la Navidad’. Esperar al Mesías significa que nos rebelamos contra un mundo cerrado, nos resistimos a aceptar la realidad ‘pura y dura’ del mercado y pensamos que hay fisuras, que hay portales que se abren y que permiten ver otros mundos”.
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Por todo ello, la presencia bienhechora de la luz divina viene a darle otro rostro al mundo atosigado por la injusticia y la maldad consuetudinarias, el pecado instalado en todas las estructuras de la vida y la violencia diversificada al por mayor. El poeta creyente T.S. Eliot la celebró así:
¡Oh Luz Invisible, nosotros te alabamos!
demasiado brillante para la visión mortal,
Oh luz Mayor, nosotros te alabamos por la menor;
la luz del este que toca nuestras agujas por la mañana,
la luz que se inclina sobre nuestras puertas del oeste al atardecer,
la penumbra sobre quietos estanques al vuelo de murciélagos,
luz de luna y luz de estrellas, luz de lechuza y polillas,
luciérnaga resplandor sobre una brizna de hierba.
¡Oh luz Invisible, nosotros Te adoramos!
Te damos gracias por las luces que hemos encendido,
la luz del altar y del santuario;
las pequeñas luces de aquellos que meditan a medianoche
y las luces dirigidas a través de los rosetones
y la luz que refleja la piedra pulida,
la madera grabada dorada, los colores del fresco.
Nuestra mirada es submarina, nuestros ojos miran hacia arriba
y ven la luz que se fractura a través de aguas inquietas.
Vemos la luz pero no vemos de dónde viene.
¡Oh Luz Invisible, nosotros Te glorificamos!4
Después de todo, en el final de los tiempos, el Señor iluminará todos con su luz y Él mismo será la luz para los suyos: “Una ciudad sin noches y sin necesidad de antorchas ni de sol, porque el Señor Dios será la luz que alumbre a sus habitantes, los cuales reinarán por siempre” (Ap 22.5).
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