El calvinismo admitía que el mundo de la creación era la esfera natural para la acción cristiana del hombre; el mundo era, ante todo, una realidad que había que vivir y no, como se lo imagina el católico, un teatro de la comedia humana sólo dignificado, si acaso, por el más riguroso y entusiasta cenobitismo: la vida secular, despotenciada, en permanente contemplación ascética; vida caída aunque no excluyendo una transfiguración ya realmente cumplida, una gracia ya dada.[1] J.A. Ortega y Medina
Reforma y modernidad (inédito desde 1952 hasta 1999)
, el libro seminal de Juan A. Ortega y primero de una notable trilogía sobre temas derivados de la Reforma Protestante que completó con
Destino manifiesto. Sus razones históricas y su raíz teológica (1972)y
La evangelización puritana en Norteamérica (1976), contiene muchas afirmaciones como la que aparece aquí como epígrafe, las cuales demuestran la manera tan profunda y a veces muy polémica con que este autor discute algunos aspectos del catolicismo que conoció en España, su país natal. Largamente ignorado en los espacios eclesiales y teológicos hasta que una de sus discípulas (Alicia Mayer, flamante directora del Centro de Estudios Mexicanos en convenio con el Instituto Cervantes en Madrid
[2]) lo dio a conocer más ampliamente, se ha podido apreciar la manera tan apasionada en que analizó las consecuencias del movimiento religioso del siglo XVI.
Los dos primeros capítulos de la primera sección de esa obra, reeditada en el primer volumen de las Obras de Ortega y Medina, son un concienzudo repaso de los entretelones hispánicos del surgimiento de la reforma luterana inicial. El segundo, especialmente, desglosa la idea imperial de Carlos V y las dificultades que este emperador, y toda España más tarde, enfrentaron antes y durante la explosión religiosa en Alemania. A la luz de su análisis previo, para él, “la Reforma vino a empeorar al enfermo ya de por sí desfalleciente, y la actitud conciliadora del emperador hacia ella se va a trocar a la hora de su muerte en un seco e implacable consejo dado a su heredero Felipe II: que acabe con los herejes. El
defendella y no enmendalla del clásico será las divisa de España de los Austrias y, por qué no decirlo, de toda su historia hasta 1899” (p. 61).
La segunda sección del libro (Proyección y trascendencia histórica de la Reforma), integrada por cinco capítulos, se ocupa en primer término de Lutero y Calvino, uno por cabeza, y ambos con el mismo énfasis: “El dogma de…”, y es allí donde el autor despliega erudición, intuición y una cadena de juicios que suenan muy familiares para quien conozca de antemano estos temas, pero si se recuerda que la obra circuló muy tardíamente se comprenderá la novedad que representó en su momento en el ámbito universitario mexicano. Sobre el reformador alemán, Ortega traza un retrato ideológico en el contexto de la situación europea global y encuentra el fuerte componente nacionalista que llevó a la aceptación de la ruptura germánica con Roma, no sin antes hacer varias “interpolaciones” sumamente interesantes: la prerreforma española (Cisneros) y sus reflejos en lo que después sería México y, ya ante el rompimiento, los fuertes contrastes con la Reforma en Inglaterra, aderezada con un abordaje cultural exquisito. En éste, destaca de manera peculiar la obra de Francis Bacon, John Milton y Daniel Defoe. Acerca del autor de
El paraíso perdido, señala que fue un calvinista libertario; en dicha obra, afirma, se plantea “el problema de la nueva situación en que se encontrará el hombre al ser lanzado por Dios al escenario de un mundo desolado al cual debería procurar encontrarle un sentido; sentido que, mirándolo bien, no podría ser otro sino el que le otorgase la actividad incesante del hombre” (p. 87). Defoe, por su parte, con
Robinson Crusoe, coloca al hombre en trato directo con la naturaleza con el designio divino a cuestas para transformarla con una fuerte vocación teológica en mente.
Desde esa plataforma, Ortega se acerca por fin al espíritu de la doctrina de la justificación por la fe y concluye que “la fe luterana se finca en la sociedad secular y es liberadora del hombre al darle a éste la confianza en él mismo, en el mundo y en Dios. Tener seguridad en Él es poseerla certidumbre de la salvación, la certeza de la elección de la gracia. Contrariamente a la fe católica que necesita cosificarse en obras
(fidem operata)” (p. 91)
. Y agrega: “Esta fe pura va a dar a la humana una actividad extraordinaria. No es la fe que se plasma en realizaciones ascéticas o místicas, o en obras de resignación, sino la fe que contempla al mundo con aires de conquista”.
Con estas citas no se quiere dejar la impresión de que Ortega simpatizó con los movimientos reformadores, pues muy al contrario, su crítica hacia ellos es también demoledora, especialmente cuando describe al Dios de Lutero y al de Calvino (como veremos). Sus afirmaciones tratan de hacer justicia a la orientación ideológica, cultural y psicológica de las nuevas orientaciones religiosas ligadas al nacimiento mismo de la modernidad, objeto de estudio del libro en su conjunto. De ahí que sus observaciones sobre la nueva humanidad que surgió de la Reforma tampoco son concesiones al “triunfalismo” protestante sino fruto del análisis consecuente y preciso de los diversos procesos. Así, ve en el luteranismo (a partir de Max Weber) el origen de una nueva experiencia de la labor humana: “Todo trabajo, salvo los que apuntan hacia la codicia y la usura, es honorable supuesto que beneficie a la comunidad; de este modo el deber profesional se convierte en un acto de máxima responsabilidad, acatamiento y alegría: respondiendo al esotérico impulso vocacional cada hombre debe tener presente que
laborare est orare; de aquí el valor singular que se le concederán a las obras y, de aquí también, la necesidad y urgencia de ellas” (pp. 93-94).
El capítulo sobre Lutero finaliza con una observación dura y difícil de asimilar, rara mezcla de percepción teológica y psicológica, pues a la luz de lo que escribirá sobre Calvino y la predestinación cobra especial significado: “Terrible es el destino del hombre; mas los designios de la providencia son inescrutables, indiferentes al sentir de los humanos. Lutero mismo se siente abrumado, atrapado y sin escapatoria posible por la doctrina agustiniana de la predestinación que él ha llevado a extremos irrestringibles y que le hacen declarar a la tierra:
Dios obra a veces como un loco” (p. 100, énfasis original).
[1] J.A. Ortega y Medina,
Reforma y modernidad. Ed. de Alicia Mayer. México, Instituto de Investigaciones Históricas/UNAM, 1999 (Historia general, 19), pp. 108-109.
[2] Cf. “El CEPE firma convenio para establecer el Centro de Estudios Mexicanos en España”, en
www.cepe.unam.mx/noticepe/leer_noticia.php?option=com_content&view=article&id_nota=2668.
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