No es la primera vez (y quizá tampoco sea la última) que en esta semana he escuchado esa cuestión de que las palabras se las lleva el viento. Pueden haber sido un cúmulo de coincidencias simplemente, si es que eso existe y es tan simple realmente, pero me atrevería a aseverar que esta idea está, no sólo muy extendida dentro y fuera de nuestros foros cristianos, sino profundamente enraizada en el inconsciente colectivo y en el de cada cual en particular.
Sirve, además, tristemente, para incluso restarle valor a lo que otra persona, con total interés en que sus palabras y el mensaje que contienen permanezcan, haya podido expresar si es que lo que dijo no termina de convenirnos.
Tantas y tantas veces se usa ese argumento para quitarle seriedad y peso a lo que se dice. Pareciera que, lo que no está plasmado por escrito, no tiene validez o futuro ninguno.
Pero con todo y que entiendo (todos lo hacemos) lo que se pretende decir con esa idea, refiriéndose a que si queremos dar verdadera seriedad y estabilidad a algo que se dice es conveniente ponerlo también por escrito, la verdad es que creo también que es importante dedicar unos minutos a considerar algunas cuestiones relevantes respecto a este asunto e hilar un poco más fino al respecto.
Vivimos en un tiempo en que la palabra de las personas, ciertamente, parece no valer nada. Ojalá fuera posible decirlo de otra manera, pero no termino de encontrar cuál. Ideas como el compromiso, las promesas, votos o pactos, contratos o simplemente afirmaciones, se lanzan al aire en un alarde de hacer lo que debemos (la teoría la tenemos clara, generalmente), pero sin gran fondo que les dé la estabilidad y el peso que deberían tener.
Nada de lo que se dice parece terminar de ser vinculante. A veces ya ni la propia palabra por escrito parece serlo. Pero cuando se trata de lo verbal, efectivamente, pareciera que donde se digo blanco luego se puede decir negro sin ninguna clase de pudor.
En una época en la que vale más el derecho a poder cambiar de opinión que el deber de mantener nuestra palabra, no es de extrañar que pasen las cosas que pasan. Compras de pisos que no se materializan con la entrega dela vivienda, sino con la pérdida del capital invertido, productos bancarios abusivos basados en el mal uso de la palabra, relaciones matrimoniales que se rompen independientemente del pacto sagrado que las une… todo parece disolverse en este gran océano en el que nos movemos las personas, a la deriva, sin principios mínimos que permitan darnos la certeza de que, cuando alguien nos dice sí, verdaderamente cumplirá su palabra (o la cumpliremos nosotros, por qué no decirlo).
Por otra parte, no es cierto que las palabras se las lleve el viento por una cuestión fundamental en la que probablemente todos los que estén leyendo estás líneas podrán sentirse identificados. ¿Cuántas veces alguien no se ha dirigido a nosotros y a través de una mala palabra nos ha hecho un daño terrible? O al revés…¿cuántas veces no habremos sido nosotros los que hayamos ofendido de forma irreversible a otros? No es cierto entonces que las palabras no tengan validez ni poder de hacer daño. Es más, las palabras tienen incluso la capacidad de matar y destruir relaciones, amistades, pactos y que éstos no puedan volver a reconstruirse jamás.
Un golpe físico deja una herida física que se salda con una cicatriz. El dolor desaparece, aunque uno recuerda que aquello estuvo allí. Pero las palabras dejan una herida en el corazón y en la memoria que es muy difícil de sanar y casi imposible de olvidar.
Las palabras dañan, de la misma forma que las mismas, bien empleadas, son capaces de producir sanidad.
Proverbios, por ejemplo, no se cansa de hablar de las bondades y las maldades de la palabra y llama la atención, teniendo esto en cuenta, cómo es posible que seamos a veces los propios cristianos, supuestamente conocedores de la Palabra en mayúsculas, los que enarbolamos esas banderas. El poder de la lengua es tema central en la epístola de Santiago, lo cual no deja de recordarnos que este es un tema a todas luces intemporal.
Qué curioso que Dios se haya dado a conocer y denominar a través de dos alusiones tan directas al lenguaje como son la Palabra y el Verbo, en referencia a Jesús mismo.
A nivel humano, como a nivel divino, las palabras y el lenguaje son elementos de tanto valor como para que Dios mismo las haya puesto en ese y no en otro papel.
Él, que no cambia, que no muta, que no se cansa de hacernos bien, Cuyo sí es sí y Cuyo no es no. La Palabra en mayúsculas es el mayor símbolo de estabilidad y aplomo, de seguridad inamovible y el Verbo, Jesús, nuestra mayor garantía, firma con sangre de una salvación que no fue gratis, aunque para nosotros lo sea y que compromete con su propio nombre, el Verbo, cada una de las promesas que hemos recibido, que son en Él sí y amén.
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