A ver quién sería el guapo que se encarara con el marciano y, tras superar el susto de estar hablando con un ser verde y de rostro alargado y ojos como balones de rugby (¿son así, no?), le contara que un día no muy lejano no nos llamábamos Planeta, y sí Librería a secas. No lo entendería.
Yo mismo le podría contar mi experiencia: durante mi infancia / juventud solía visitar la mejor librería que existía en mi ciudad, Terrassa, y que tenía un nombre cautivador y poético como
El Cau Ple de Lletres (El Refugio Lleno de Letras).
Se encontraba en una calle estrecha y de ancho de carro pequeño en el casco viejo, una de esas vías que tenían el honor de haber formado parte del núcleo intramuros que salvaguardaba la torre central y esas cosas tan defensivas. Era un local alargado, casi un tubo forrado de estanterías en las que asomaban lomos de libros que prometían la entrada en mundos por descubrir.
Allí estaban Narcís y Lluís, dos forofos del libro, dos personas que dedicaban el día a vender, sí, pero también a recomendar, a ejercer de verdaderos agentes culturales de la ciudad.
Años más tarde cambiaron la librería de sitio y subieron apenas unas calles hasta el
Carrer Cremat, otra vía peatonal que, años atrás, había sufrido un incendio importante. El nuevo Cau se afianzó como un pequeño centro cultural, como un oasis donde zambullirse en la lectura de contraportadas, en el tacto de cada colección y en el descubrimiento de los nuevos cuentos de Monzó o la sabiduría de Camus. Y todo, sin olvidar las habituales presentaciones de libros (priorizando los autores locales, todos unos precursores de la actual moda de los productos de Kilómetro Cero) que se convertían en veladas, en tertulias, en una especie de metaliteratura hablando de libros y rodeados de libros.
Pero los años pasan, y hará (no lo recuerdo) unos cinco, que El Cau pasó a manos de la cadena Bertrand, hasta que hace un par de años, los tentáculos de Planeta absorbieron estos establecimientos. En poco tiempo, pues, El Cau pasó de ser una especie de pequeña aldea gala resistente a formar parte de uno de los mayores imperios editoriales del mundo mundial.
No olvidemos que Planeta, en el 2010, ya se hizo con la mitad del accionariado de Círculo de Lectores, que hasta ese momento pertenecía en su totalidad a otro monstruo como es el grupo alemán Bertelsmann.
El Cau, así, es ahora otra Casa del Libro. A ver, que se puede ir a comprar libros y hasta han tenido la delicadeza de vender (bueno, más bien tener expuestos) los míos en algunas de sus tiendas, pero ya no es lo mismo. No quiero sonar a abuelete que recuerda como todo esto eran campos y como antes los tomates sabían a tomates. No. Lo que reivindico es el oficio de librero y un espacio donde uno tenga, en todo momento, la sensación de encontrarse en una librería.
En el anterior artículo de esta sección,
Noa Alarcón ya nos alertaba del fraude que representa el premio literario Planeta. Pues con su cadena de librerías, pasa un poco lo mismo.
No deja de ser el pez grande que se va comiendo a los pezqueñines: se calcula que Planeta controla el 80% del mercado editorial en España con su catálogo formado por más de 40 editoriales que ha ido succionando como si se tratara del culo de un vaso de horchata. A ver, que todos hemos comprado allí alguna cosa, que todos (yo el primero) nos perdemos sin remedio entre la oferta de la FNAC y que todos (bueno, aquí yo todavía me resisto) hemos salido del Carrefour con un libro metido en un carro lleno de ofertas 3x2 y suavizantes para la ropa de color de batido de fresa.
No se puede luchar contra la existencia de estas grandes cadenas, pero sí reivindicar (y usar) esas pequeñas librerías (o no tan pequeñas, y tenemos ejemplos como
La Central de Barcelona, un buen equilibrio) que tanto nos han dado.
Admito que, al principio, seguí visitando El Cau (de hecho, el nombre clásico sigue figurando en el cartel de la entrada como una especie de subtítulo para nostálgicos), pero ya no encontré a Narcís o a Lluís explicando si habían leído tal o cual libro, sino a unos jovenzuelos uniformados con un chaleco verdoso que recuerdan más a empleados de ferrocarriles que a otra cosa. Mi primera experiencia con uno de ellos (real, oigan) fue preguntar por el último libro de John Connolly, y la respuesta fue: “Ahí, en policíaca, en la C”. Mi “graaacias…” algo arrastrado y deprimido creo que aún debe retumbar por las paredes de El Cau, y de noche debe sonar como una cacofonía de un espíritu atrapado en otra dimensión. Fui al estante señalado, busqué en la C y rápidamente identifiqué el tono negro de las portadas del amigo Charlie Parker. Pagué y me fui. Nada más.
En un reportaje en el suplemento El Cultural, Ray Loriga explicaba como en una ocasión entró en una Barnes&Noble y pidió un libro de Nabokov: “Me pidieron que lo deletrease”, recuerda. Pues así me sentí, pero sin haber sido novio de la Rosenvinge.
Un segundo intento con Casa del Libro fue el de adentrarme en la planta superior de la librería otro día para buscar un libro para intentar eso tan honroso como padre que es fomentar la lectura en un hijo, pero antes de llegar a la sección juvenil una amable señora me paró. Pensaba que iba a ofrecerme su ayuda y, como mucho, recordarme que El diario de Gregg está en la K de Jeff Kinney. Pues no, mucho peor. La señora de sonrisa forzada me acompañó hasta un estante presidido por el logo de Círculo de Lectores para recordarme que allí podría encontrar algunos de los mismos libros que en el resto de la librería pero más baratos (!!). Eso sí, a cambio de una simple firma…bla, bla, bla…de forma cómoda en casa…bla, bla, bla…un par de libros cada no sé cuántos meses…bla, bla, bla…fomentar la lectura en la familia…bla, bla, bla. No, gracias y bla, bla, bla.
Se quedó con un aire algo ofendido, como esos vendedores de aparatos de osmosis que no entienden que quieras seguir bebiendo agua con sabor a piscina o los de empresas telefónicas o de energías que no conciben como puedes pagar verdaderas fortunas por unas facturas que ellos podarían al más puro estilo Eduardo Manostijeras. No tengo nada en contra del Círculo de Lectores; de hecho, algunos amigos míos forman parte de él y todavía nos hablamos. Lo que me agobia es entrar en una librería para recibir el valor añadido de un buen consejo y encontrarme con una clon de Paul McCartney (es que se parecía un poco) intentando convencerme para que no entre nunca más allí, que ya me mandarán los libros (por cierto, en ediciones mucho más caras) a casa. Para eso ya me meto en Amazon, que es lo mismo pero sin proselitismo de calle.
He hecho el esfuerzo de buscar en Wikipedia qué información se da acerca de Casa del Libro y el resultado es impagable. Al loro. “Casa del Libro se caracteriza por tener entre sus estanterías libros especializados en todas las materias, con una amplia colección de ejemplares de todas ellas. Pese a optar por grandes tiendas autoservicio, la empresa contrata también a personal con conocimientos especializados”. Toma ya. ¿Estoy en contra de Casa del Libro? No, pero sí de Planeta. Casa del Libro nació en 1923, y el imperio Lara se abalanzó sobre ella varias décadas después, en 1992, para convertirla en el escaparate del grupo editorial y llenarla de chalecos horrendos. Después de esos primeros intentos de entrar en lo que otrora fue mi Cau, hace unos días hice una tercera aproximación para refrescar ideas a la hora de escribir este artículo. El primer impacto, pero, fue brutal, ya que en uno de los escaparates principales (antes siempre llenos de libros) ahora me topo con un gigantesco cartel que con los rostros de Carlos Sobera y el Gran Wyoming se me invita a no sé qué campaña solidaria del grupo Atresmedia, del que Planeta es el accionista principal desde el año 2003. O sea, que el bucle se va cerrando alrededor de una amalgama de poder que concentra al propio grupo Planeta, al Círculo de Lectores, a Antena 3, a la Sexta, a Onda Cero o a Gol Televisión (los reyes del mando del fútbol por un acuerdo con el grupo Mediapro), entre otros.
Estos últimos datos me permiten apuntar lo que puede ser un futuro artículo, pero que planteo con una cuestión previa: ¿Cómo se puede considerar Salvados como un programa revolucionario y alternativo cuando surge desde uno de los grupos mediáticos y de poder más poderosos del país? Nada en contra de Évole, que se lo curra, pero la duda me corroe.
Pero vuelvo a las librerías. En los últimos meses, una ciudad como Barcelona ha vivido el cierre de librerías históricas como Canuda (mítica librería de viejo), la casi centenaria Catalònia, Platón y Roquer (allí donde muere el Paseo de Gracia y pasa de calle pija a barrio de toda la vida), mientras la Documenta pasa por momentos complicados. Y en su lugar, aparecen muestras de la globalización (ya casi da igual pasear por distintas ciudades del mundo, ya que las tiendas son las mismas) como Mango o McDonald’s.
Eso sí, todavía hay esperanza, y han surgido pequeños comercios independientes en barrios como l’Eixample o Gràcia, que se convierte en un pequeño oasis de librerías especializadas. En un artículo en El País, Juan Cruz recordaba la frase del senegalés Leopold Sedar Senghor que decía que “cuando un anciano muere se quema una biblioteca”. La mayoría de grandes ciudades (Madrid y Barcelona, especialmente) están llenando los socavones de sus obras sin acabar con cadáveres de librerías que dejan paso al mundo de la franquicia. El propio Cruz habla de un futuro amenazado “por la combinación de la crisis y el cambio de modelo cultural”. No es mi intención sentar cátedra sobre este tema (no me atrevo vaya), pero es innegable la irrupción de internet, los libros electrónicos (poco a poco, pero van ganando terreno. Y nada en contra, pero el modelo se transforma), la reducción de compras por parte de las instituciones públicas (las bibliotecas tampoco se abastecen como antaño), o la poca cultura lectora en España (en Francia, por ejemplo, hay más lectores y menos libros publicados). Sí, el precio del libro en papel suele estar desorbitado por la larga cadena de intermediarios que existen (tengan en cuenta que, con suerte, el autor rasca entre un 3% o un 10% del precio del libro. Y eso si las editoriales le dicen la verdad sobre unas ventas que no puede controlar.). Y como soy algo patoso en el tema, consulto a mi editor de cabecera, Juan Triviño (Ediciones Noufront), que en una entrevista hablaba de un momento “apasionante”, y de que “la era digital nos ayuda a ver que el mundo no se acaba allí donde mi distribuidor entrega una caja de libros. Ya no hay fronteras y la tecnología nos ayuda a llegar donde jamás podríamos haber llegado las editoriales más pequeñas.”. Él, de hecho, aboga por un equilibrio, por la supervivencia de las pequeñas editoriales en un mercado cada vez más global, y expone que “tenemos que entender qué está pasando en el mundo, cómo está cambiando nuestro público, cómo los lectores se transforman, o no lo hacen, dependiendo de nuestro proyecto. Me encanta decir que necesitamos estar en la piel del lector, escucharlo, conocerlo, conversar con él, tener una comunicación que antes estaba restringida a los libreros. Hoy tenemos herramientas que nos ayudan a conocer a nuestro público, y nuestro público nos quiere conocer”.
Si volvemos al formato papel, resulta que en España el 40% de libros ya no se venden en librerías, y sí en hipermercados y quioscos. Y del otro 60%, tengamos en cuenta que se incluye a grandes superficies como El Corte Inglés (allí tampoco se me ha ocurrido nunca comprar un libro. Bueno, ni comprar nada, ya que son establecimientos que me dan como miedo y sus empleados me recuerdan todos a asesinos en serie o a José Montilla, pero ese sería otro artículo), que se lleva una cuarta parte de ese pastel. Podríamos entrar a hablar de las espeluznantes cifras de devoluciones (en 2010 se calculó en el 29%, lo que representaba unos 60 millones de libros) o en los elevados gastos de almacenaje y distribución, sin olvidar el debate entre papel y digital, que está siendo más que apasionante.
Resumiendo, no voy a Casa del Libro porque apuestan, básicamente, por los libros del imperio Planeta. Porque no puedes encontrar libros de viejo ni rarezas. Porque sus dependientes dominan el orden alfabético, pero no son garantes del oficio de librero. Porque debes esquivar paneles de Antena 3, del Círculo de Lectores, de aparatos varios para e-books o de fundas de colorines antes de llegar a los libros. Porque no saben qué significa estar especializado, aunque presuman de ello. Porque un día Lara dijo que a él sólo le importaba el negocio, y que sería capaz de convertir un libro en blanco en un best seller. Porque no ejercen como agentes culturales. Porque no me gusta el verde de los chalecos. Y porque la señora del Círculo me enseño libros “más baratos” pero a los que no podía quitar un horrendo plástico que los ahogaba. Pobrecitos ellos.
Si quieres comentar o