Cayó en sábado. En Madrid hizo un esplendoroso día de veranillo. Franco había muerto cinco meses atrás, gobernaba Carlos Arias Navarro, el presidente franquista confirmado en su cargo por el rey Juan Carlos…
Contado así, en frío, pareciera el preludio a un relato de “los pajaritos cantan, las nubes se levantan” si no fuera porque… la procesión iba por dentro.
Puertas afuera de España, la figura del rey (nombrado por Franco) parecía abrigar esperanzas de una apertura democrática, pero
puertas adentro la policía de la dictadura franquista recrudecía la represión contra una parte cada vez menos ínfima de la población que clamaba por amnistía, libertad y democracia.
Los periodistas comprometidos éramos blanco prioritario de los grises, los polis de a pie con el uniforme de ese color(policías
de a porra habrá que ir diciendo como un nuevo gesto más de los demócratas para sellar la memoria histórica de la ‘larga noche de piedra’ del franquismo).
Pero los grises, como quizá también los
especiales (policías antidisturbios, entrenados para reprimir con toda violencia manifestaciones) actuaban a las órdenes de los más condenadamente peligrosos, los temibles
sociales, los ‘inspectores’ policiales de paisano, a quienes dejó lapidariamente retratados para la posteridad García Lorca en su poema sobre la Guardia Civil:
“El coñac de las botellas / se disfrazó de noviembre / para no infundir sospechas.”
Ahí estamos. Es el Primero de Mayo de 1976, el primer Día Internacional de Trabajo sin Franco. Yo cubría la información de los saltos de manifestaciones para el semanario Cuadernos para el Diálogo y medios internacionales que esperaban alguna foto mía. En paralelo, era el secretario general de la asociación de los fotoperiodistas madrileños. Tenía, pues, un doble cometido: hacer mi trabajo para mi medio y asistir a los colegas que fueran objeto de la represión policial.
Pocas veces, creo, pude hacer tan bien la primera parte y tan desafortunadamente mal la segunda. Después de haber cubierto varios saltos por la mañana, a la tarde había una convocatoria general de las fuerzas democráticas en la terraza del chiringuito del Lago de la Casa de Campo. Allí nos juntamos militantes de los partidos políticos(todos de izquierda; la derecha no necesitaba partido: tenía el poder omnímodo de la dictadura) y periodistas demócratas.
Los manifestantes clandestinos y algunos periodistas no éramos muchos; de hecho, cupimos en las mesas libres al aire libre al lado de un par de familias que habían ido allí a pasar la tarde. El camarero vio el cielo abierto con la súbita aparición de clientes. Pedimos unos
cafeses. Calma tensa, silencio, respiración contenida, hasta que vemos aparecer a lo alto a nuestra derecha la Policía Armada, a nuestra izquierda, la Guardia Civil. Obviamente, todos con cara de noviembre.Se palpa el sonido del silencio. Miedo.
De repente, un disparo, del flanco de la Guardia Civil. Nos estremecemos, pues entonces las órdenes de la Guardia Civil eran no hacer disparos al aire para intimidar, sino apuntar “al objetivo”. ¡Santo Dios!
En un inaudito ensayo de acción bélica, guardias civiles y policías armados se abalanzan sobre los pacíficos clientes de las mesas del chiringuito. Me fijo en una familia que está en la mesa vecina con una madre con un niño en brazos y otro al pie de su silla y hacia ellos dirijo discretamente desde las rodillas mi cámara Leicas. Son vilmente aporreados por los grises, los niños estallan en gritos y llantos, clac, clac, foto; a padres y abuelos se les cae el mundo encima, clac, clac, foto…
Mantener la calma es elemental en escenarios de acciones fascistas. Y así hacemos. Cuando, al fin, el ensañamiento de los represores con sueldo del Estado a cargo de nuestros impuestos finaliza, nos levantamos y nos disponemos a dirigirnos al coche. Para mis adentros, pienso en la salvajada de la brutalidad policial contra el pueblo y celebro tener las fotos, en alguna, la porra del policía ocupaba más espacio en el fotograma que su ensañado rostro bajo el innecesario casco atizando contra un pacífico desconocido.
De camino al coche, veo a dos colegas detenidos a los que están cacheando con los brazos en alto contra una
lechera (furgón policial). Son Pero Páramo, de
El País, y Sebastián Díaz, de
Gaceta ilustrada. Visto y hecho, saco rápidamente la cámara, hago foto una foto, vuelco a guardarla y me encamino allugar de los hechos. Quiero hablar con el responsable de la detención para identificarme e interesarme por mis compañeros.
No pude.
De repente, de detrás de un árbol, ¡el!, mirándome fijamente con su mirada fulminante “de ojos de pistola” reclamándome el carrete.
-“¡Trae el carrete, que ya has hecho demasiadas fotos!”
Intento ‘conversar’ con él, decirle que por qué me pide mi carrete de película, etc. Intento inútil.
Se impacienta y saca la pistola.
-“Manolo, dale el carrete”, me suplica a mi lado María Rosa, que había visto brillar el negro cañón de la pistola.
La cámara Leica, con la que hecho la mayor parte de mi trabajo, es una máquina cien por cien mecánica, quiere esto decir que el rebobinado no es motorizado, sino manual, a manivela.
El cielo de Madrid se llenó de oraciones por que el siniestro Billy el Niño no se impacientara en la tensa espera...
Al año siguiente pude salvar mis fotos del Primero de Mayo. Apenas mes y medio antes de las primeras elecciones democráticas de 1977, la policía cargó a sus anchas, pero pude salvar la foto.
Pasados algunos años, ya en democracia, el Ministerio del Interior abrió los archivos policiales para que los españoles fichados por la Policía franquista pudiéramos recuperar nuestra ficha y pruebas. En mi caso, confieso que a pesar del acceso directo a más de un ministro del Interior, no me atreví a dar ese paso. La represión sufrida por la lucha delas libertades -en mi caso, además, por informar de la lucha por las libertades- nos estigmatizó a muchos españoles que luchábamos por las libertades.
(A todo esto, habrán observado mis oponentes que nada he dicho ni voy a decir de dónde estaban las iglesias cuando por luchar por la libertad -para todos, no solo para tus correligionarios, corrías peligro… de muerte-).
Yo había hecho una foto del Primero de Mayo en 1966 en Colonia, Alemania, en que me disponía a estrenarme como estudiante de Fotografía. De hecho,
estrené mi flamante Rolleiflex en la manifestación, escoltada por la policía local como Dios manda. A los manifestantes españoles les hice una foto que me emocionó, tanto que ni siquiera acerté a encuadrar la cámara en el eje vertical.
Un auténtico detallazo es que en el prólogo que me escribió para el catálogo de mi exposición antológica Manuel López 1966-2006,* Felipe González diga que:
“Desde la Alemania de los años sesenta, con la presencia de republicanos españoles que celebraban su particular Día del Trabajo [..] hasta hoy, Manolo ha sido testigo del progreso, de las frustraciones, de los dolores y las alegrías de la gente y los ha retratado tal como se mostraban con toda su crudeza, si de dolores se trataba y con toda su brillantez si de alegrías o celebraciones.”
Eternamente agradecido al mejor presidente de Gobierno de la historia de España, solo me cabe hacerle un reproche: en sus catorce años de gobierno, ¿de verdad no pudieron hace algún gesto por depurar responsabilidades de la policía franquista?
Por lo que a un servidor respecta, multitud de porrazos, cacheos, detenciones y carretes de película confiscados siguen a la espera de que se me pidan disculpas… y devueltos los carretes.
A todo esto, la iniciativa de la jueza argentina María Servini de Cubríade laextradicióndecuatroex altos funcionariosde laPolicíay de laGuardia Civilpor presuntos delitos detorturasdurante elfranquismoen el marco de la causa que se sigue en Argentina contra loscrímenescometidos durante ladictadura española, entre ellos José Antonio González Pacheco, alias'Billy El Niño', me devuelve al fin, 37 años después, la tranquilidad.
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* Manuel López. Imágenes 1966-2006. Exposición antológica con motivo del nombramiento como Fotógrafo histórico por la Diputación de A Coruña
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