La vivencia de fe de nuestra Reforma en el XVI, debemos verla en el mapa de su Historia; y eso nos lleva a la misma fuente: España se funda en lo contrario a la Reforma Protestante (con sus consecuencias). Esa Reforma “Protestante” que, como vemos, en España es propia y fecunda en sus raíces de la Escritura y la redención por la sola obra de Cristo.
Siguiendo con el ensayo del profesor José Luis Villacañas sobre Carlos V y el imperio español, y colocándonos con él en su retiro final en Yuste,
podemos ver bien dónde está la llamada Contrarreforma española. Que lo primero que salta a la vista, y que ha saltado por encima de la vista de una interesada historiografía, es que se trata de algo contra nuestros reinos, no contra algún alemán o ginebrino. Españoles, de las Españas, de ahí son los herejes que se impone abatir.
Se entera el agotado emperador de la existencia de las comunidades
protestantes en sus reinos hispánicos; especial incordio le produce la de Valladolid y sus alrededores, donde se tenían que celebrar cortes. Los insulta de mala manera, y dispone actuaciones para atajar el peligro. ¿Peligro? ¿A quién le puede ser peligroso que se lea la Biblia en lengua vernácula; o que se niegue el purgatorio; o que se presente la obra de Cristo como lo único suficiente y que excluye todo mérito humano? Carlos sabe que eso ha sido germen de donde luego surge una posición de libertades políticas que escapan a su plan de dominio universal. Su imperio “cristiano” debe serlo con
otro cristianismo. El cristianismo de esos Cazalla o Constantino no le sirve. Bueno es que lo sepamos.
¿A qué cristianismo acude para que elimine al otro? Pues el que sus ejércitos casi liquidan décadas antes (saqueo de Roma). Esas dos bestias, la religiosa y la política; esas dos familias mafiosas, tienen que apoyarse mutuamente; de ese apoyo dependen ambas. Reclama el emperador que se den las fuerzas que sea menester a la Inquisición para que se ocupe de eliminar la disidencia. Tienen un padre común, pero esas dos bestias son dos Caínes; se matarían si no viesen la necesidad mutua para sobrevivir. Esa es la Historia del papado y el poder político. No sabe el emperador que ahora esa Inquisición a la que recurre tiene unos colaboradores especiales: los jesuitas. (Francisco Borgia ha estado con él; estuvo con su madre; informa de la muerte del emperador al general Laínez, éste necesita que se sepa que un emperador sujeto a los sacramentos de Roma debe mostrar un buen morir, más si ha sido asistido por un jesuita.) Los jesuitas representan la más clara oposición a sus ideas imperiales.
Permitan la larga cita del profesor Villacañas.
“La bula fundadora de los jesuitas… Desde luego, se invocaba el voto especial… sólo podía significar que entre el emperador y el papa, siempre se elegiría el papa. Sin eso que hemos llamado la política neogibelina de Carlos, desde Gattinara hasta don diego Hurtado de Mendoza, no se comprenderá el sentido profundo del cuarto voto de los jesuitas. Su señor no sería Carlos, ni lucharían por su gloria. Por ello, si se observa bien, los jesuitas intervinieron desde 1541 contra todos los coloquios que promovía el emperador con los luteranos. Así lo hizo Pierre Favre y luego Nicolás Alonso Bobadilla, el primero en Worms, y el segundo en Spira, en 1544. Luego, Claude Jay estuvo en los debates de Worms de 1545. Aunque intervenían como consejeros privados, hicieron lo que pudieron para que los coloquios no llegaran a buen puerto. Ellos luchaban por un concilio bajo dirección papal. Aunque su intención era reformadora, la condición de la dirección papal era suprema y absoluta. Cuando Bobadilla esté en Ratisbona en 1546, seguirá apostando siempre por las soluciones radicales contra los luteranos y cuando el emperador, entre 1546 y 1548, se inclina al compromiso, los jesuitas se opondrán con tanta hostilidad a esta posibilidad que Bobadilla habrá de ser expulsado del imperio por oponerse al ínterin concedido. Ignacio no quiso comprometerse, desde luego, pero no lo censuró. Se envió a Jay a la Dieta de Ausburgo de 1550-1551, y cuando se reanudó el concilio de Trento se alabó la eficacia de la Compañía en Alemania. En suma, como dice Batllori, los jesuitas ‘no creyeron en coloquios amistosos y conciliadores’”.
Pues a la Inquisición, con estos religiosos militares especialistas, es a la que recurre Carlos. No se trata de algo “religioso”, es asunto de Estado, es política. Así nos ha ido en nuestra Historia, y esperemos que ya nos hayamos ido, pero parece que no, bastante de lo que tenemos sigue igual. El abdicado emperador propone un estado de excepción. Es la política de una bestia (nada que ver con ese Estado diácono, que defiende al bueno, de la carta a los Romanos) en alianza con la otra. Pezuñas que aplastan.
Sigo citando al profesor Villacañas. “El caso es enorme y el rey cree que solo un año más en la sombra y los herejes habrían dado en una predicación pública, ahora con las armas en la mano… El cinturón sanitario que entonces [en Flandes] se emprendió allí, ahora se debe intensificar en España, con condenas sumarias y confiscación de bienes. El estado de excepción consiste en que, según las leyes contra herejes, incluso el que confiesa el crimen debe morir. No se le dará oportunidad de reincidir, sino solo de salvarse. La tranquilidad de Carlos sin embargo es fundada. Felipe, sin ser rey natural de Inglaterra, ha dado orden de ‘tantas y tan rudas justicias hasta contra Obispos’ que es comprensible que pueda dar la misma orden en España, su reino propio.”
Y sigo citando. “Era una exhortación y una orden producida por la mala conciencia. Así comenzó todo. Una tras otra, venían las malas noticias, noticias que implicaban a sus ayudantes, a sus oficiales, a sus confesores, a sus predicadores, a sus arzobispos. Gentes que habían estado con él, unidos a su vida, ahora eran vistos como protestantes. Así llegó la carta de 2 de junio de 1558, enviada por el mismo inquisidor Valdés. En ella daba cuenta de una red importante que llegaba desde la Rioja hasta Zamora, pasando por Valladolid y Toro… Si miramos un poco esa carta, nos damos cuenta del celo con que la orden fue cumplida. ‘Otros se han dejado de prender porque no hay cárceles adonde los puedan tener a buen recaudo’, dice Valdés. No hay suficientes jueces ni fiscales, ni personas que atiendan el asunto en el Consejo de la Inquisición. Uno de los consejeros es teólogo, ‘que puede ayudar poco en los negocios que agora se tratan’. Sorprende este pasaje, pero si se tiene en cuenta la carta anterior de Carlos, se comprende por entero. Uno tendría la inclinación de pensar que quizás los teólogos tuvieran algo que decir en un asunto de
luteranismo y heterodoxia. No es así. ‘Los negocios que agora se tratan’ no son de religión, sino de política; no son asuntos de credo, sino de derecho. Por eso son necesarios sobre todo fiscales, oidores, y Valdés reclama del emperador que autorice que todos los Consejos reales se pongan a su disposición. Es un estado de excepción, desde luego. Los reservistas, los que fueron del Consejo de la inquisición, se movilizan. La jurisdicción superior es ahora del Consejo de la Suprema. Todos los obispos se reúnen en él”. [Todas estas observaciones se dan con citas documentales.] Quien quiera ver, puede contemplar el cuadro. Esto es nuestra (bueno, la nuestra no, que la nuestra es la otra) España. Las dos bestias en vomitivo ayuntamiento, sus pezuñas entrelazadas, se ven como una sola, son una sola carne, y pisan y destruyen. Y les nacen multitud de engendros políticos religiosos. Ahí siguen. (Y todo esto para acabar con algo que, según la historiografía de esos engendros, no existió: una Reforma Española.)
Pero el Señor de la Historia gobierna. El emperador se muere, que se muere. El jesuita pintando una muerte de estética adecuada a su interés; y la muerte real que no se deja. El emperador que quiso controlar el mundo no puede controlar su salida de él. Lo intentó; mandó pintar a Tiziano su final, su encuentro con el Juez Supremo; lo hizo a su imagen y semejanza. Eso no le vale. El cuadro que mandó traer para contemplarlo es tan complejo como lo que ocurre allí en esa cámara en Yuste. (Incluso su título; unas veces La Gloria; otras La Trinidad; otras El Juicio Final.) El jesuita que quiere dar la información guiada para mayor gloria de “Dios” (del suyo, claro), no se atiene a la realidad, sino que la arregla; casuística hasta en eso.
Pero otro personaje está en ese aposento. Es otro sector de aquella España; también complejo, tanto que unos lo sacan de su Historia y lo reviven en el Vaticano II; su lugar es Trento, para mal o bien, pues allí estuvo y formó parte de su doctrina. Pero es complejo, sin duda. Es el arzobispo Bartolomé de Carranza (1503-1576); el navarro que luego tendría el famoso proceso con la Inquisición que el emperador mandaba fortalecer. La visión del cuadro no le da paz, las manos del jesuita (cuando tantas veces se usó el pie para zancadillear la política de integración religiosa del emperador) no sirven más que para pintar el cuadro que sirva a sus fines. Llama al arzobispo. Es el final, está en paroxismo. Vuelvo a citar al profesor Villacañas.
“Llamó de nuevo a Carranza. Este regresó y con las manos en un crucifijo tornó a decir: ‘Que mirase aquel que es el que padeció por todos nosotros y nos ha de salvar’. Una vez más, el arzobispo intentó consolar al emperador. En realidad intentaba descargar su conciencia. Estaba perdonado por la fe y los méritos de Jesucristo. Las obras no podían condenar ni salvar. La idea central de un cristianismo humanizador, en el que coincidían las mejores cabezas y corazones de Europa, se le ofreció de nuevo al emperador. Pero el paroxismo continuó. Esta escena final, de agitación, debe ser mantenida con atención. Un agente de su política de conciliación, uno de los que le habían ayudado a ensayar un camino cristiano que fuera aceptable por las buenas gentes protestantes y las buenas gentes católicas, venía a consolarle desde la tesis que habría podido acercar a todos los cristianos europeos, la superioridad de la fe viva. En el fondo, Carranza venía a decirle que no tenía nada que temer, que no debía arrepentirse de haber ensayado ese camino de concordia en el que se habían implicado tantos. Pero el paroxismo no disminuyó. Sobre él pesaba esta última noticia, que muchos de sus compañeros, ayudantes, predicadores, cortesanos, eran sospechosos de luteranismo. Esos momentos finales fueron terribles. Es posible que Carranza ya buscara también protección. Sabía demasiado bien que no podía ocultar su relación con los amigos de Valladolid. Había sido maestro de Cazalla y su confesor. Pero también venía a ofrecer al hombre que había significado la esperanza de muchos, el consuelo de aquello que habían predicado. Ellos habían tomado en serio ese camino. Desgraciadamente, Carlos sólo lo había usado políticamente. Ahora que la batalla política había fracasado, era preciso preservar a España de ese mismo cristianismo que él había alentado. Los auxiliares de antes, debían ser perseguidos. Sin piedad. Y así, Carranza marchó hacia el tribunal del Santo Oficio. Carlos hacia el Juicio Final… Mirando el cuadro en el que él mismo se presenta ante Dios, Carlos se presentó ante Dios”.
Les he citado extensamente porque podría decirlo con otras palabras; pero así queda mejor. Este es el cuadro no pintado por Tiziano para el emperador, sino el de la Historia para que podamos ver nuestra memoria. El emperador y el vaticano taponaron los veneros, el cauce hondo de la fe viva en nuestra tierra. Se equivocaron; una simple (nunca es simple, por supuesto) lágrima de nuestros padres y madres de esos tiempos, es raudal que a su tiempo sale imparable. Las dos bestias mataron a los testigos, pero resucitan en cada creyente. Al matarlos, mataron a un Estado libre y a una Iglesia libre; pero eso es la apariencia del deseo, la realidad es que esa Palabra de vida, ese fruto de la cruz, permanece para siempre. Ahora es el tiempo de la libertad, pero contra las dos bestias; si no, no vale.
Volveremos a encontrarnos en ese espacio de la Historia, de nuevo con Constantino, d. v., dentro de dos semanas. La próxima les cuento algo de cómo ha ido la presentación de los dos libros que recogen los trabajos del congreso celebrado en Villava/Atarrabia (Pamplona), el pasado año, del 31 de mayo al 2 de junio, sobre “La conquista de Navarra y la Reforma europea, 1512-1610”, editados por Pamiela y presentados en el mismo lugar. No cambiamos, sin embargo, de tema; es lo mismo, pero en ese espacio de nuestra geografía y de nuestra Historia.
¿Qué se cortó por esas dos bestias? De nuevo les pongo las palabras del profesor Villacañas. “Y así, cuando llegamos al final de esta obra de Constantino Ponce de la Fuente, nos damos cuenta de lo que resultó segado. Si tuviéramos que decirlo con una palabra, pronunciaríamos esta: la complejidad de una sociedad española en la que se reunía desde la nobleza andaluza y castellana hasta las elites de humanistas. Sin embargo, los anhelos de la gente son más flexibles que el propio poder. Y así, lo que parecía el final no fue sino un acto más. El sufrimiento y el dolor nunca son la última palabra de la vida humana… En estas condiciones, era evidente que se cerraba una puerta y se abría otra. Se cerraba la religión que durante mucho tiempo se venía forjando en Castilla, desde la época de los Alonso Cartagena, de Madrigal —cuyos libros figuraban en la biblioteca de Ponce—, de Oropesa, de Talavera, de Villaescusa, y que con los Valdés había descubierto con admiración profunda la unidad del espíritu europeo y su afinidad con la obra de Erasmo. Ahora, esa síntesis quedaba atrás. Para el futuro, se abría la puerta de los jesuitas”.
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